Al servir por los últimos 30 años como misionera laica Maryknoll en el este de África, he visto cómo la pandemia del SIDA se extendió por la región.
Hemos progresado en la educación y tratamiento del VIH/SIDA, pero el estigma todavía reina. Eso puede ser tan doloroso como la propia enfermedad. Como doctora, voy de una clínica a otra en zonas rurales y urbanas de Kenya para atender a los pacientes y entrenar al personal.
Un día, una enfermera trajo al pequeño Joseph a verme. Tenía un dolor intenso, la hinchazón en sus mejillas crecía rápidamente. Él y su madre, Ana, tienen el VIH. Infectado desde el nacimiento, Joseph empezó a recibir tratamiento tarde, cuando tenía 5 años de edad. Ana no quería que le contemos a nadie en su familia acerca de la infección de VIH. Le aterrorizada que su suegra transmitiera su “pecado” a todo el pueblo. Esta enfermedad es un tremendo deshonor para la familia.
Yo sabía que Joseph tenía cáncer y que debía ir al hospital provincial para recibir tratamiento. Eso costaría mucho dinero. Nosotros no les cobramos y les dimos $25 para empezar un viaje que probablemente llevaría al pequeño Joseph de vuelta a Dios. Iba a morir debido al estigma y las actitudes prejuiciosas que lo excluyeron a él y su madre de su familia y comunidad.
En otra clínica me llamaron para ver a María, una mujer que fue hospitalizada con un grave derrame cerebral. También era VIH-positiva y lo sabía. Había abandonado a sus hijos y vagaba por las calles con muchos hombres, quizá a causa de su propia vergüenza y auto estigma, creyéndose irredimible e indigna de tratamiento. Su esposo había intentado varias veces traerla de vuelta a casa y ayudarla a obtener el tratamiento necesario. Ella siempre se negó.
Un día entré a la sala y encontré una mujer bien vestida sentada en la silla cerca a la cama de María. Parecía de la misma edad de María. No decía mucho y se notaba distante, pero al menos ella era alguien con quien yo podía hablar, porque María no podía hablar. Después de resumir la larga letanía de dolencias de María, le expliqué a la mujer, parte de la familia por casamiento, que era necesario elevar la cabecera de la cama para que María pudiera respirar mejor y no aspirar algo en sus pulmones. La enfermera y yo buscamos en la cama eléctrica, importada de Europa, la manera de levantar la cabecera. Pero no teníamos electricidad y no encontramos ninguna manivela para levantarla manualmente. Escribí mis órdenes y fui a ver al siguiente paciente, mientras que la enfermera fue a buscar almohadas.
Cuando regresé al poco tiempo, encontré a la visitante de María sentada en la cama, con María apoyada sobre su pecho. Otros familiares habían llegado, incluyendo el esposo de María y varias mujeres, quienes acomodaban las sabanas, limpiaban el rostro de María y suavemente le daban de comer un cereal espeso. No tengo idea de qué religión eran, pero eran bien educados y vivían en el pueblo cercano. Los escuché hablar de sus frustraciones a lo largo de muchos años por no poder ayudar a María. Ahora que ella estaba totalmente incapacitada, podían finalmente derramar su amor y ternura sobre ella. Sólo querían que María se mejore y vuelva a vivir con ellos.
Las costumbres y rituales rurales en donde he trabajado en Tanzania, Sudán del Sur y Kenya, por lo general, suelen ser muy cariñosas y atentas para familiares en necesidad. Pero suelen ser muy críticas y severas cuando se trata de cuestiones de moralidad y sexualidad, como vi con Ana y el pequeño Joseph.
Sin embargo, el Papa Francisco nos ha dado a todos un reto, ver como vio Jesús, a través del lente de la misericordia. Eso es lo que presencié en el lecho de María. Ella murió en el hospital una semana después. Volvió a Dios, rodeada del amor y la misericordia de su familia y amigos.
Foto principal: El pequeño Joseph, quien está infectado con vih y tiene cáncer, también es una víctima del estigma social asociado con la enfermedad del sida en el este de África. Cortesía de Susan Nagele/Kenya.