Arquidiócesis de Oklahoma City inicia causa por la santidad de su hijo nativo y mártir
Hace 35 años, un 28 de julio a la 1:30 de la mañana, tres hombres de habla hispana (no indígena) se metieron en la casa parroquial de Santiago Apóstol en Santiago Atitlán, Guatemala. Claramente familiarizados con el lugar, subieron directamente a la habitación del párroco, pero él no estaba allí.
En un pasillo, encontraron a Francisco, de 19 años de edad, hermano del párroco asociado. Pusieron una pistola en la cabeza del aterrorizado joven y amenazaron con matarlo si inmediatamente no los llevaba donde el párroco.
Francisco llevó a los atacantes a la planta baja, tocó la puerta de un cuarto de servicio y gritó: “Padre, lo están buscando”.
Consciente que el joven estaba siendo amenazado, el Padre Stanley Francis Rother abrió la puerta y dejó que sus asesinos entren.
El Padre Rother, un sacerdote diocesano de Oklahoma, también estaba consciente que Francisco, las nueve Hermanas en el convento al otro lado del patio, y otros inocentes que estaban en la rectoría esa noche, corrían peligro. Sabía que lo iban a torturar y, en última instancia, matar, convirtiéndolo en uno de los desaparecidos. Pero no pidió ayuda.
Hubo un disparo. Luego otro. Luego, silencio, seguido por el sonido de pisadas que corrían huyendo.
Después de un periodo de silencio que parecía interminable, Francisco salió de donde estaba escondido y corrió a alertar a las Hermanas carmelitas en el convento, “¡Lo mataron! ¡Mataron al Padre Francisco!”
Cómo un sacerdote de 46 años de edad, de la pequeña comunidad agrícola alemana de Okarche, Oklahoma, vino a vivir y morir en este remoto y antiguo pueblo de Santiago Atitlán, Guatemala, es una historia llena de maravilla y de la Providencia de Dios.
En la década de 1960, cuando el Papa Juan XXIII pidió que los norteamericanos enviaran misioneros a América del Centro y del Sur, la Iglesia de Oklahoma respondió.
Cuando los misioneros de la entonces Diócesis de Oklahoma y Tulsa llegaron en 1964, la comunidad indígena Tz’utujil de Santiago Atitlán había estado sin un sacerdote por casi un siglo.
El Padre Rother se unió al equipo misionero de Oklahoma cuatro años más tarde, y al instante se enamoró de la volátil e impresionante tierra de volcanes y terremotos, pero sobre todo, de su gente, los Maya Tz’utujil, agricultores de café y maíz. Fue algo como caído del cielo para un niño campesino del oeste de Oklahoma.
Conocido como “Apla” (Francisco) por sus feligreses Tz’utujil, el Padre Rother los ayudó a desarrollar una cooperativa agrícola, un centro de nutrición, una escuela, una clínica de salud, y la primera estación de radio católica, que fue utilizada para la catequesis.
Y a pesar de que no inició el proyecto, el Padre Rother fue un motor fundamental en el desarrollo del Tz’utujil como lengua escrita, lo que llevó a que se realicen traducciones de la liturgia de la Misa, el leccionario, y el Nuevo Testamento en Tz’utujil, el cual fue publicado después de su muerte.
“La gente atesoró que él fuera, y es, uno de ellos”, dice la Hermana María Victoria, que trabajó durante cinco años en la parroquia de Santiago Atitlán. “Apla compartió todo con los Tz’utujil. A pesar de su origen diferente, él abrazó nuestra cultura y su gente pobre y sencilla. Él comía con el pueblo y se subía a las camionetas para trabajar en el campo con ellos. Él compartió todo con ellos”.
Pero una vez que la guerra civil de Guatemala llegó a los tranquilos pueblos que rodean el hermoso Lago Atitlán, muchas personas comenzaron a desaparecer con regularidad, especialmente los conocidos como catequistas de la Iglesia, cuyos esfuerzos evangelizadores eran vistos por el gobierno como algo subversivo.
La respuesta del Padre Rother fue mostrar a su pueblo el camino del amor y la paz con su vida. Caminaba por las carreteras en busca de los cuerpos de los muertos para llevarlos a casa para un entierro apropiado, y dio de comer a las viudas y huérfanos de los muertos o “desaparecidos”.
En su última carta de Navidad a los católicos de Oklahoma, publicada en 1980 en el periódico diocesano, el Padre Rother escribió: “El pastor no se puede correr a la primera señal de peligro. Rueguen por nosotros para que podamos ser un signo del amor de Cristo para nuestra gente; que nuestra presencia entre ellos los fortifique para que puedan soportar estos sufrimientos en preparación para la venida del Reino”.
Sin embargo, un mes más tarde, y seis meses antes de su muerte, el Padre Rother y su párroco asociado se vieron obligados a salir de Guatemala bajo amenazas de muerte, después de haber sido testigos del secuestro de un catequista de la parroquia.
Volvió a su amada Tz’utujil a tiempo para celebrar la Semana Santa en abril de 1981, haciendo caso omiso de las súplicas de los que le urgieron considerar su propia seguridad. “Le prometí a la gente que estaría de vuelta para la Semana Santa y yo voy a estar ahí”, dijo el Padre Rother a un sacerdote amigo.
Stanley Francisco Rother fue uno de 13 sacerdotes—y el primer sacerdote—muertos durante los 36 años de guerra de guerrillas en Guatemala, una tragedia que cobró 140,000 vidas. Nunca nadie ha sido procesado por su asesinato.
En julio del 2010, la Arquidiócesis de la Ciudad de Oklahoma concluyó la parte local del proceso de canonización, y envió la causa del Padre Rother a la Congregación para las Causas de los Santos en Roma para la siguiente fase.
Desde entonces, la congregación ha afirmado la “validez jurídica” del caso para el Siervo de Dios Stanley Rother. Y el 23 de junio de 2015, la Comisión Teológica dio un voto en mayoría sobre el martirio formal y material del Padre Rother en odium fidei (por odio a la fe). Una vez aprobado por un panel de cardenales y arzobispos, los miembros de la congregación que están revisando la recomendación de la Comisión Teológica, van a proponer oficialmente al Santo Padre que el Padre Rother sea justamente honrado como un mártir de la fe. Depende del Papa Francisco tomar la decisión final en relación con el martirio, concediendo el permiso para su beatificación inmediata. Los mártires—aquellos que murieron por su fe—pueden ser beatificados sin evidencia de un milagro.
El Padre Rother estaría en camino de convertirse en el primer hombre santo nacido en Estados Unidos, y el primer mártir del país.
Su pueblo de Santiago Atitlán, sin embargo, no necesita una declaración oficial. Ya afirman que el Padre Apla es un santo, su santo, y vienen a él todos los días pidiendo ayuda e intercesión—tanto como lo hicieron durante los 13 años que les sirvió como su sacerdote. Su muerte, como su vida, es una señal exterior más de su profundo y permanente amor santo para ellos.
“Stan tuvo un gran amor por la gente de Atlitán”, dice la Hermana Maryknoll Bernice Kita, quien trabajó junto al Padre Rother y lo conocía bien. “Él prefirió, a pesar de las amenazas de muerte, permanecer con ellos. Estoy segura que sintió miedo, pero se sobrepuso a su miedo para hacer lo que tenía que hacer”.
“Fue un misionero valiente, quien a pesar de la violencia que lo rodeaba, no abandonó su rebaño. Él es un gran ejemplo para mí de alguien que dio su vida por el Pueblo de Dios”, dijo la Hermana Ambrosia, una miembro de las Hermanas Misioneras de la Eucaristía, la primera comunidad de mujeres religiosas de Guatemala fundada específicamente para vocaciones indígenas.
“El Padre Apla representa a Jesús, quien dio su vida por todos nosotros”, dice la Hermana Ambrosia. “Toda Guatemala ya sabe que es un santo”.
Foto principal: A los 33 años de edad el Padre Stanley Rother se convirtió en misionero de Oklahoma para la comunidad Tz’utujil de Santiago Atlitán, quienes habitan en las orillas del Lago Atitlán en Guatemala. Cortesía Arquidiócesis de Oklahoma