Hermana Maryknoll acompaña a las víctimas del triple desastre de Japón causado por un terremoto, un tsunami y un accidente nuclear. Fotos por Sean Sprague
La Hermana Maryknoll Kathleen Reiley tiene décadas de crear conciencia en contra de la energía nuclear. Después de que Japón levantó su estado de emergencia, debido al coronavirus, el 31 de mayo, ella expresó su alivio porque el COVID-19 estaba siendo controlado en el país. Pero, dijo, “el problema con el accidente nuclear y qué hacer con los desechos nucleares existirá durante cientos de años”.
La hermana Reiley, que ha servido como misionera en Japón desde 1968, se refería al accidente en la planta nuclear de Fukushima-Daichi, que ocurrió el 11 de marzo de 2011. El accidente fue provocado por un devastador tsunami que ocurrió inmediatamente después del poderoso terremoto de 9,0 que golpeó una gran parte de la costa norte de Japón.
El terremoto y el tsunami dejaron más de 18.000 personas muertas o desaparecidas y miles de casas y negocios destruidos, según la Agencia Nacional de Policía de Japón. Más de 160.000 personas huyeron de la región cerca de la planta nuclear debido a la fusión de un reactor y más de 40.000 aún no pueden regresar a sus hogares debido a la contaminación por la radiación.
En junio pasado, la hermana Reiley tomó el viaje en tren de 3,5 horas desde Tokio, donde vive, hasta Fukushima para darle a este reportero de Maryknoll un recorrido por Haramachi, un pueblo cercano a la planta nuclear de Fukushima-Daichi donde ocurrió el accidente.
Miles de bolsas de vinil negro, con tierra contaminada, todavía se observan en los alrededores de Fukushima, nueve años después del accidente de energía nuclear.
El área daba la sensación de ser la locación de una película apocalíptica de ciencia ficción: un pueblo fantasma con tierras agrícolas abandonadas que no pueden ser utilizadas; calles bloqueadas con cercas y letreros que indican que está prohibido el paso; casas en descomposición dañadas por el terremoto y que no pueden repararse porque están contaminadas; cajas medidoras Geiger debajo de los letreros con los nombres de las calles para medir el nivel de radioactividad; miles de enormes bolsas de vinilo negro llenas de tierra radioactiva; guardias de seguridad con máscaras y equipo de protección en puestos de control, quienes solo permiten la entrada a personal autorizado y equipos de limpieza de desechos radiactivos—muchos de ellos inmigrantes contratados temporalmente para hacer un trabajo que podría ser peligroso para su salud.
También visitamos el Centro de Información sobre Desastres Nucleares, un museo de alta tecnología construido por Tokyo Electric Power Co. (TEPCO), propietario y operador de la planta nuclear Fukushima-Daichi. El espacio de exhibición de 1.900 metros cuadrados, de dos pisos, que no cobra por admisión, se inauguró en noviembre de 2018 para informar a los visitantes sobre cómo comenzó el desastre nuclear y el progreso realizado en el manejo seguro de la energía nuclear. Sin embargo, el millonario y altamente tecnológico museo ofrece un marcado contraste con el pueblo fantasma que lo rodea.
La Sra. Tanaka (no es su nombre real para proteger su identidad) es una persona del 10 por ciento de los residentes que han regresado a vivir en el área y que todavía está tratando de reconstruir su vida. El 11 de marzo de 2011 ha quedado grabado en su memoria. Ella recuerda haber puesto a sus hijos en su automóvil y huir hacia las montañas, mirando con horror en el espejo retrovisor de su carro cómo se aproximaba la ola de destrucción que dejó el tsunami. Aunque no es católica, se reúne regularmente con otros sobrevivientes en un jardín de infantes católico y centro comunitario construido para ayudar a las familias que han regresado al área.
El obispo auxiliar James Kazuo Koda fue enviado desde Tokio a vivir con la gente. En esta ciudad con muy pocos católicos, la iglesia y la agencia católica de ayuda Caritas han construido una base para voluntarios. “Hay muchos encuentros profundos entre las personas y los voluntarios, sean católicos o no”, dice el obispo Koda a través de la hermana Reiley, quien sirvió como intérprete. “Es un lugar para presenciar el amor de Dios a todas las personas”.
La Hermana Chiaki, de la Congregación de Hermanas Religiosas del sagrado Corazón, frente a una casa abandonada que no puede ser reconstruida debido a la radiación. La hermana Chiaki a servido a las víctimas del triple desastre ocurrido en Japón en el 2011.
La hermana Reiley se ha esforzado por mostrar el amor de Dios por la gente al hablar en contra de la energía nuclear en un país cuyas 52 plantas nucleares, ella cree, representan una enorme amenaza para la vida humana.
Después del triple desastre del 2011, la hermana Reiley respondió al llamado de voluntarios de la Iglesia Católica Japonesa. “Inicialmente fui varias veces al año a varias bases diferentes de Caritas de Japón, donde sea que fuera necesario en ese momento”, dice la hermana Reiley. “Pero gradualmente, las ciudades alejadas del reactor volvieron a la normalidad (excepto Haramachi), donde la necesidad sigue siendo grande para los ancianos, personas con capacidades diferentes y para aquellas personas en un grupo económico bajo, quienes no tienen los medios para alejarse del área del reactor”.
Guardias de seguridad vigilan el transito a zonas contaminadas por radiación nuclear en Japón.
Debido a las restricciones de COVID-19, la hermana Reiley no ha podido regresar a Haramachi ni a la sala de niños en el hospital oncológico donde es voluntaria, porque los voluntarios son considerados trabajadores no esenciales. Pero su compromiso de hablar en contra de la energía nuclear continúa.
Su preocupación por la energía nuclear comenzó en 1979 en su condado natal de Schuylkill, Pensilvania. Había dejado temporalmente su misión en Japón para visitar a su familia, cuando hubo un colapso de un reactor en la planta nuclear Three Mile Island en el cercano condado de Dauphin. Se considera que ese accidente nuclear es el más grave de la historia en Estados Unidos, según la Comisión Reguladora Nuclear de Estados Unidos.
“Estamos envenenando nuestra tierra”, recuerda la hermana Reiley que dijo su padre poco después del accidente nuclear.
“En 1999, hubo un accidente nuclear en [la instalación nuclear] Tokaimura en la prefectura de Ibaraki”, dice la hermana Reiley. “Aproximadamente dos años después de que ocurriera ese accidente, le pregunté a las familias [en el hospital de cáncer]: ‘¿De dónde eres?’, ‘de Ibaraki’, ‘¿De dónde eres?’, ‘de Ibaraki’”.
De las 24 camas para niños con cáncer en el hospital, en ese momento, siete niños eran de Ibaraki, explica la misionera. “Pero nadie puede documentar eso y decir con seguridad, por eso [por el accidente nuclear] es que tienen cáncer”.
Aún así, la misionera trabaja incansablemente para crear conciencia sobre los peligros de la energía nuclear. Casi 25 años después del accidente nuclear de 1986 en Chernobyl, en la ex Unión Soviética, la hermana Reiley leyó un artículo, en un periódico japonés, sobre las altas incidencias de cáncer relacionadas con el accidente nuclear. El informe citó un estudio realizado por un equipo internacional de investigadores dirigido por el Instituto Nacional del Cáncer. Eso le dio a la hermana Maryknoll la oportunidad de cuestionar lo que sucedió en la instalación nuclear en Japón. Ella visitó la sede del periódico para hablar con los directores.
¿No podrían investigar un poco sobre Tokaimura? ¿Sobre el accidente que ocurrió en Ibaraki?” ella preguntó. El periódico no respondió a su solicitud. Ella no se desanimó.
Ese sombrío día de junio en Haramachi, cuando regresábamos a la estación de tren, vimos una granja con ganado y nos detuvimos para recibir una lección de la hermana Reiley. Ella explicó que el gobierno le había pedido al dueño que matara el ganado. La leche de las vacas no se podía vender ni se podía sacrificar a las vacas para vender su carne porque estaban contaminadas. Las vacas, continuó, fueron víctimas inocentes de los problemas causados por los seres humanos.
“Pero este hombre maravilloso (el dueño) le pidió al gobierno que permitiera a las vacas vivir una vida natural y morir una muerte natural”, dice la hermana Reiley.
Luego, ella tradujo un letrero en el rancho ganadero: “Vivimos aquí sin temor a la energía nuclear y ahora nos damos cuenta de que perdimos algo que nunca se nos puede devolver, y queremos que la gente entienda que tenemos que decirle sayonara, adiós a la energía nuclear”.