Uno de los hermosos privilegios de la misión es aprender de la gente de nuestro país anfitrión y ver la vida desde su perspectiva. Agustín de la Rosa Reyes ha traído riqueza a mi vida aquí en El Salvador, donde sirvo como misionero laico Maryknoll. Es esposo, padre de tres hijos y se gana la vida como reparador.
Agustín sabe cómo ajustar la cadena en la bicicleta de su hijo y cambiar el tubo del acelerador en mi motocicleta barata. Pero por vocación es oyente y sanador. Me ha enseñado mucho sobre cómo ser mentor y escuchar.
Aprendió estas habilidades en tiempos difíciles. Cuando era un adolescente durante la guerra civil de El Salvador, se escondió de todo lo que vestía de verde y se movía con botas: el Ejército, la Guardia Nacional, los Marines.
Ellos necesitaban soldados para su guerra, con la que Agustín no quería tener nada que ver. Mientras los soldados recorrían la comunidad reclutando niños por la fuerza, Agustín, delgado, liviano e inteligente, había encontrado un lugar favorito para esconderse: en los techos de metal corrugado.
Logró escapar hasta que decidió visitar a su hermana en la capital, pero allí la Guardia Nacional lo apresó en un allanamiento al mercado central mientras él compraba fruta, pues no quería llegar a la casa de su hermana con las manos vacías.
Tres meses después estaba librando la batalla más sangrienta de la guerra, la ofensiva rebelde en San Salvador en noviembre de 1989. Conoce los demonios de la ansiedad, el miedo y la soledad. “Es donde se arraigan tantas enfermedades”, dice.
Un sábado por la mañana, durante nuestra reunión de la comunidad de base, que él coordina, compartió su historia del trauma de la guerra, no como una pieza aislada de la historia personal, sino como una narrativa perteneciente a algo mucho más grande.
La compartió como parte de su motivación para que nos uniéramos a él en el partido de fútbol local esa tarde, para hablar con los jugadores y otros jóvenes después del partido.
“Miedo, ansiedad, soledad es lo que muchos de nuestros jóvenes siguen viviendo hoy”, dijo y agregó este consejo: “No se necesita mucho: un simple comentario como buen gol, buen pase, o cómo está tu rodilla después de esa patada que recibiste la semana pasada. Los niños se iluminan con esos comentarios”.
En nuestra comunidad de La Esperanza muchos niños terminan medio abandonados y huérfanos de uno o ambos padres que emigran. Los jóvenes no pueden cruzar en paz de un lado a otro de la ciudad por miedo a las pandillas.
Y en todo El Salvador, especialmente en las comunidades pobres, uno pensaría que ser joven es un crimen. Policías y soldados te detienen constantemente, te ponen contra una pared, te registran y acosan, te quitan la camisa (para revisar si tienes tatuajes) y te detienen en público, semidesnudo.
En estas circunstancias, no es casualidad que los niños vayan directamente a la casa de Agustín cuando ven problemas. Y cualquier sábado, ves a Agustín en la cancha de fútbol o en el patio de su casa compartiendo con los niños, escuchando sus historias, sintiendo cada palabra, dejando que la fuerza de la experiencia compartida trabaje su curación.
Imagen destacada: Agustín de la Rosa Reyes, quien fue forzado a batallar en la guerra civil de El Salvador cuando fue adolescente, ahora apoya a niños en la comunidad de La Esperanza, en San Salvador.