Una de las primeras cosas que experimentamos los misioneros cuando viajamos al extranjero es que la gente tiene una comprensión del tiempo diferente a la nuestra. Antes de la época de la modernización en Corea del Sur, la “hora coreana” significaba que uno podía llegar desde 15 minutos hasta una hora después de lo acordado para una cita. En América Latina, “mañana” puede significar realmente al día siguiente o, tal vez, nunca. Por otro lado, los alemanes se sienten frustrados cuando los estadounidenses llegan con solo cinco minutos de retraso a una cita acordada.
Una vez, en 1986, viajé a Egipto con un fotógrafo de Maryknoll. En la capital, Cairo, tomamos un taxi para acudir a una cita en los suburbios de Heliópolis. Sumergidos en un embotellamiento de tráfico que parecía que sería perpetuo, en el que camellos y burros competían por el tránsito con automóviles, autobuses y camiones, le preguntamos al conductor: “¿Cuánto tiempo llevará esto?” “Solo un ratito”, respondió. Pero, viendo que el tráfico no se iba a aligerar por un buen rato, me quedé pensando, ¿qué significa “un ratito” para un pueblo que literalmente inventó el concepto de la eternidad?
El misterio y el milagro de la Navidad es que Dios no solo asumió nuestra naturaleza humana, sino que entró de lleno en el tiempo, transformando nuestro chronos (rutina, tiempo cronológico) en el kairos de Dios (la plenitud del tiempo). Lo eterno se volvió finito, el todopoderoso se volvió pequeño y vulnerable.
El Creador del universo se dignó nacer en una pequeña galaxia, en un minúsculo sistema solar, en un planeta insignificante, en un rincón remoto del imperio, en un pueblo oprimido, en una pequeña aldea, en un establo. Siglos antes, el profeta Miqueas predijo que Belén no era de ninguna manera la menor entre las tribus de Judá, porque de ella vendría uno para pastorear a Israel: ¡el Mesías prometido y esperado por tanto tiempo!
San Pablo escribe tanto a los Gálatas como a los Efesios que Cristo vino “en la plenitud de los tiempos”. Las profecías, las expectativas, las personas estaban en su lugar indicado, se dieran cuenta o no.
En otras palabras, el Mesías finalmente vino, no cuando el mundo estaba listo, no cuando era un momento santo o perfecto, sino cuando era el momento adecuado.
Jesús anunció que los cronos del reino habían llegado: en el momento correcto, en el lugar correcto, a través de los eventos correctos, en la persona correcta.
Tan maravillosos y asombrosos fueron el nacimiento, la vida, las enseñanzas, la muerte y la resurrección de Jesús, que la civilización occidental divide la historia del mundo entre A.C. (antes de Cristo) y A.D. (Anno Domini – Año del Señor), consagrando en ese proceso a la humanidad, la historia y el tiempo.
Cuando los primeros cristianos querían celebrar el nacimiento de Cristo, dado que no se menciona la fecha exacta en los Evangelios, la Iglesia eligió el que entonces era el día más oscuro del año (el solsticio de invierno en el hemisferio norte) para enfatizar que Cristo, nuestra verdadera Luz, llegó cuando la humanidad más lo necesitaba.
El catolicismo nos anima a preguntarnos qué nos está llamando Dios a hacer con este precioso e insustituible regalo del tiempo.
San Pablo dice en 2 Corintios 6, 2: “Este es el tiempo favorable; este es el día de la salvación”. Cristo continúa transformando nuestros cronos en kairos. Cristo nos llama cada año a comenzar de nuevo. Nuestra fe responde: “Ya era hora”.
Imagen destacada: La pintura “La Adoración del Niño” está representada en esta pintura del siglo XVII del artista holandés Gerard van Honthorst. La Navidad se celebra el 25 de diciembre.