En una nueva columna que busca resaltar las voces de los jóvenes Católicos en Estados Unidos, una educadora misionera de Los Ángeles comparte lo que significa provenir de una familia inmigrante.
Imagina a una joven de 18 años. Una niña, porque a pesar de ser mayor de edad, no sabía nada del mundo fuera de su pequeño pueblo en El Salvador. Una niña cuya decisión de dejar su hogar terminó por salvarle la vida y la de su familia. Esa niña es mi madre.
Mi madre, la mayor de seis hermanos, empezó a trabajar a los 10 años para ayudar a mi abuela a mantener a la familia. La mayoría de las veces, lucharon por conseguir comida u otras necesidades básicas. Entonces, a los 18 años, ella decidió emprender el viaje a Estados Unidos.
Mi madre cruzó la frontera con una enfermera que trabajaba con mi abuela, con quien pensó que se quedaría en California. Sin embargo, una vez que llegaron sanas y salvas a Los Ángeles, la enfermera le preguntó a mi madre: “Bueno, ¿ahora a dónde vas a ir?” Le estaban dando la espalda, rechazada en un territorio desconocido. ¿A cuántos refugiados e inmigrantes se les hace la misma pregunta y se enfrentan al mismo rechazo?
La mayoría de la gente no se da cuenta de lo difícil que es tomar la decisión de dejar la casa; saber con certeza que quedarse, aunque pueda parecer más fácil, podría significar la muerte. Aventurarse en lo desconocido, aunque aterrador, podría significar la vida.
Afortunadamente, mi madre pudo encontrar un trabajo como niñera y una familia la acogió. Con la generosidad de esa familia, pudo aprender inglés y obtener su GED.
Lo que más sostuvo a mi madre fue su fe. Ella me transmitió su fuerza y, lo más importante, el amor de nuestra fe.
Mi madre es la razón por la que puedo hacer lo que hago ahora. Ella me mostró la importancia de llegar a aquellos que no tienen mucho, no solo porque nosotros mismos veníamos de pocos medios económicos, sino porque era lo que Dios nos llama a hacer.
Fue ese amor el que finalmente me llevó al ministerio y me impulsó a sumergirme aún más en los estudios litúrgicos.
Aunque nací en Estados Unidos, mis padres, tías, tíos y algunos primos son inmigrantes, por lo que pude (y todavía puedo) ver de primera mano los frutos y sufrimientos de lo que significa ser una familia migrante. Crecí sabiendo que mi familia era diferente, que nuestras luchas no eran las luchas de algunos de mis compañeros y amigos. La historia de nuestra familia me abrió los ojos a la realidad de que muchas otras familias han pasado (y están pasando) por lo mismo.
Un párroco una vez llamó a mi madre el “pequeño Moisés” de su familia, porque pudo ahorrar dinero y traerlos a todos. Nuestras historias están indisolublemente unidas. La historia de mi madre es una extensión de quien soy.
Como su hija, pienso en dónde estoy ahora. Reflexiono sobre dónde he estado y dónde podría estar, debido a sus sacrificios. Poco sabía ella que también estaba luchando por la vida de mis primos, sobrinas, sobrino… y la mía.
La travesía de mi madre es la historia de innumerables personas que han recorrido el mismo camino. Es la historia de la Sagrada Familia, de tus bisabuelos, de la madre de tu amigo … de tu vecino. Que nunca olvidemos extender nuestra mano en señal de bienvenida.
Imagen destacada: Bárbara Escobar (dcha.) sonríe con su madre, María Albertina Escobar, quien ha sido su inspiración y ejemplo para ayudar a las personas necesitadas. ( Cortesía de Bárbara y Maria Albertina Escobar/EE.UU.)