Uno de los primeros desafíos que enfrenta un misionero en el extranjero es aprender a comunicarse en un idioma diferente. Las Escrituras nos advierten ampliamente que para comunicar el amor de Cristo por todos los pueblos debemos “morirnos” muchas veces a nosotros mismos. Somos “emigrante[s] en tierra extranjera” (Éxodo 2,22) y, en un lugar nuevo, los misioneros cometerán errores lingüísticos e incluso balbucearán sin sentido como bebés durante esos primeros años extenuantes del aprendizaje de un nuevo idioma.
San Juan Bautista modeló el nuevo camino para nosotros: para que Cristo crezca, nosotros — es decir, nuestros egos — debemos disminuir. A los misioneros Maryknoll que hemos regresado a casa nos encanta compartir historias de cómo nuestros tropiezos en otro idioma al menos dieron una buena carcajada a la gente, si no acaso la profunda revelación teológica que queríamos dar.
Pero estas pequeñas vergüenzas resultan ser mini lecciones, no solo para los misioneros, sino para todos los cristianos e incluso para todas las personas. Nos guste o no, con el tiempo todos los que estén vivos experimentarán las inevitables limitaciones y disminuciones que son parte integral de la vida.
La Misionera Laica Maryknoll Donna Wienke, siendo ciega, transformó su discapacidad en una herramienta de enseñanza. La encargada de la limpieza de la Universidad Sogang en Seúl, Corea, donde Wienke enseñaba, miraba embelesada cómo Donna leía braille con los dedos. Resulta que la hija de la encargada también era ciega. “Nunca pensé que las personas ciegas pudieran hacer nada”, le confió la madre a la misionera.
El misionero y reverendo anglicano Michael Lapsley luchó durante años para derrocar los sistemas del apartheid en Sudáfrica y Rodesia. Por su trabajo recibió una carta bomba que explotó, destruyéndole ambas manos y un ojo. Después de eso, Lapsley concentró sus energías en la creación y gestión del Instituto para la Sanación de los Recuerdos en Ciudad del Cabo. En su libro Redeeming the Past [Reconciliarse con el pasado] (Orbis 2012), Lapsley dice: “Creo que puedo ser un mejor sacerdote sin manos de lo que nunca fui con las dos manos”.
La verdad es que cada uno de nosotros está herido y discapacitado, ya sea física, emocional o espiritualmente. Aprendemos, a menudo por las malas, que ya no somos tan jóvenes y perfectos como alguna vez — si es que acaso — fuimos. Cuanto más envejecemos, más grande y oscura es la sombra de la Cruz que toca nuestras vidas.
“La vejez no es para los dóciles”, dice un adagio. Esta es la única “limitación” que nos acontece a todos los que tenemos la suerte de vivir tanto tiempo. A menudo se manifiesta de formas pequeñas e irritantes.
Antes tenía la costumbre de trotar tres millas varias veces a la semana. Ahora tengo “suerte” si puedo caminar hasta la esquina. Hace diez años cuando me compré un aparato auditivo, mi entusiasmo sorprendió al técnico. “He usado anteojos desde los 7 años, me hicieron un bypass coronario cuádruple en 2002 y me pusieron un marcapasos un año después”, le dije. Se puede decir que soy un sacerdote biónico.
Desgraciadamente, muchas veces la sombra de la Cruz no presagia una mejora en la calidad de vida, sino una limitación dura, aunque sutil. Para muchos es difícil aceptar la pérdida de la libertad cuando se ven obligados a entregar las llaves de su coche. Para otros, los cambios físicos que experimentan sus cuerpos llegan a amenazar sus identidades.
Sin embargo, es aquí donde todos podríamos tener una última misión: mostrar al mundo que podemos vivir lo más plenamente posible sin ser definidos por nuestra disminución, sea cual sea su forma. Aquí podemos llegar a una apreciación más completa de la sabiduría de San Pablo: “Ahora me alegro de poder sufrir por ustedes, y completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo” (Colosenses 1,24).
La Cuaresma nos prepara para tal revelación. De hecho, la sombra de la Cruz puede ensancharse y oscurecerse cada año, pero eso es solo porque la luz de la Resurrección irradia con más fuerza con cada día que pasa.
Imagen destacada: Una anciana reza fervientemente durante una Misa en una iglesia católica en Tianjin, China. El día de la oración por los católicos en China se celebra anualmente el 24 de mayo. (OSV News/Kim Kyung-Hoon/Reuters/China)