Un periodista revela nueva información sobre los asesinatos de dos hermanas Maryknoll y otras dos religiosas en El Salvador
Para aquellos de nosotros que fuimos a Centroamérica como jóvenes reporteros a finales de la década de 1970, cuando estallaron sangrientas guerras civiles en Nicaragua, El Salvador y Guatemala, uno de los mayores retos fue encontrar una brújula fija en medio de niveles casi incomprensibles de violencia y crueldad.
Independientemente de nuestras creencias religiosas, muchos de nosotros la encontramos en la Iglesia católica, y sobre todo entre las Hermanas Maryknoll. Con el paso de los años, ellas se convirtieron en un fundamento moral para mí.
Si buscabas información precisa que atravesara la infame “niebla de la guerra”, acudías a las misioneras Maryknoll. Nadie tenía un conocimiento más profundo del estado de los derechos humanos ni respondía de manera más eficaz a las necesidades de los pobres.
Ir a la casa Maryknoll siempre garantizaba una conversación animada, e incluso había momentos sorprendentes de alegría y risas. Esas visitas eran como encontrar un refugio, aunque sabíamos que eso era una ilusión una vez que los escuadrones de la muerte salvadoreños comenzaron a matar a sacerdotes y trabajadores de la Iglesia. Nadie estaba a salvo. Ni siquiera las hermanas religiosas estadounidenses.
En 1980, los escuadrones de la muerte operaban con impunidad, alentados por la elección de Ronald Reagan. Las Hermanas Ita Ford y Maura Clarke fueron brutalmente asesinadas por cinco miembros de la Guardia Nacional salvadoreña hace 45 años, el 2 de diciembre de ese año, junto con sus amigas, la misionera laica Jean Donovan de una misión de la Diócesis de Cleveland y la Hermana ursulina Dorothy Kazel.
Las Hermanas Ita y Maura trabajaban en la provincia norteña de Chalatenango ayudando a los refugiados de la primera de las más grandes masacres rurales de la guerra, la masacre de 600 personas en el río Sumpul. Maura acababa de llegar para reemplazar a la Hermana Maryknoll Carla Piette, que se había ahogado en una crecida súbita del río.
La Hermana Maryknoll Ita Ford (izquierda) trabajó en Chile bajo la dictadura militar antes de responder al llamado misionero del arzobispo Óscar Romero para servir en El Salvador. (Archivo de la Misión Maryknoll/Chile)
En la ciudad de Zaragoza, cerca de la descuidada ciudad portuaria de La Libertad, en el Pacífico, la Hermana Dorothy y Jean dirigían un refugio para mujeres y huérfanos que huían de la violencia en el norte.
Tres años y medio después, cinco guardias fueron condenados por homicidio agravado. Para la mayoría de los que estábamos allí en ese momento era inconcebible que hubieran actuado sin órdenes superiores, y funcionarios del Departamento de Estado como Jeff Smith, el principal abogado asignado al caso, estaba de acuerdo. “Siempre me costó creer que esos tipos actuaran por iniciativa propia”, me dijo. Pero no se pudo probar nada.
Una vez que te encontrabas con las misioneras Maryknoll, nunca las olvidabas y, para las comunidades Maryknoll y Ursulina y un pequeño grupo de abogados defensores de los derechos humanos y parientes de las víctimas, la búsqueda de la verdad era como un dolor que nunca desaparecía.
A finales de la década de 1990 y principios de la década del 2000, como director de investigación de Lawyers Committee for Human Rights (ahora Human Rights First), tuve el privilegio de trabajar en estrecha colaboración con Bill, el difunto hermano de Ita Ford y abogado de Wall Street, y con abogados del Center for Justice and Accountability (Centro para la Justicia y la Rendición de Cuentas), en una serie de demandas contra dos exministros de defensa salvadoreños, José Guillermo García y Carlos Eugenio Vides Casanova, quienes fueron descubiertos viviendo tranquilamente en Florida como residentes permanentes de Estados Unidos.
La Hermana Maryknoll Maura Clarke (derecha) sirvió en misión durante dos décadas en Nicaragua, también bajo una dictadura militar, antes de unirse a la Hermana Ita Ford en El Salvador. (Archivo de la Misión Maryknoll/Nicaragua)
Eventualmente fueron extraditados a El Salvador, pero aunque los asesinatos de las religiosas formaban parte del caso contra ellos, no había pruebas de que hubieran ordenado los asesinatos, solo de que habían sido negligentes en el ejercicio de su supervisión del mando.
Desde entonces, el mismo pequeño grupo se ha reunido periódicamente para mantener vivo el caso. En 2022 hice un nuevo intento por descubrir la verdadera historia y la revista The New Republic me ofreció la asignación de explorar en profundidad todas las preguntas sin respuesta: cómo se había llevado a cabo la operación, quién la había dirigido, quién había dado las órdenes.
Descubrí que a medida que las fuentes envejecían, hablaban con más libertad, aunque solo fuera para aliviar sus conciencias. La reexaminación de las antiguas pruebas produjo nuevas pistas. The Freedom of Information Act – FOIA (La Ley de Libertad de Información) desenterró documentos que habían permanecido en secreto durante mucho tiempo.
Funcionarios escrupulosos de la Oficina de Democracia, Derechos Humanos y Trabajo del Departamento de Estado (cuyo mandato ha sido ahora reducido por la administración Trump) localizaron la prueba más secreta de todas, una grabación clandestina del sargento de la Guardia Nacional que comandaba el escuadrón de la muerte. Con esto, y la ayuda de la tecnología digital avanzada, las últimas piezas del rompecabezas encajaron. Formaron un cuadro oscuro y escalofriante que situaba los asesinatos en el corazón mismo de los escuadrones de la muerte de El Salvador. Los resultados se publicaron en la edición de mayo de The New Republic.
Tras esta nueva investigación de dos años, sabemos el nombre del oficial que comandó la vigilancia de la llegada de las Hermanas Maryknoll al aeropuerto internacional de El Salvador la noche en que fueron asesinadas.
El obispo Oswaldo Escobar Aguilar de Chalatenango visita cada año las tumbas de las Hermanas Maura Clarke, Ita Ford y Carol Ann “Carla” Piette en el cementerio de Chalatenango, El Salvador. (CNS/Rhina Guidos/El Salvador)
Confirmamos que el sargento a cargo del escuadrón de la muerte recibió órdenes directamente de un oficial superior y alertó a otras fuerzas de seguridad de la zona sobre la inminente operación. Incluso descubrimos que el jefe de inteligencia policial que dirigió la investigación inicial del crimen era líder de un escuadrón de la muerte.
La operación de vigilancia en el aeropuerto fue dirigida por una unidad de la Policía Nacional respaldada por Chile y comandada por el que quizá sea el oficial salvadoreño más notorio, el teniente coronel Domingo Monterrosa, cuyo Batallón Atlácatl llevó a cabo después la peor atrocidad de la guerra, la matanza de mil civiles desarmados de la aldea de El Mozote. El oficial estadounidense retirado que entrenó al batallón me confirmó que Monterrosa había sido un activo de la Agencia Central de Inteligencia.
El oficial de policía que ordenó la investigación criminal inicial de los asesinatos de las misioneras, el teniente coronel Arístides Alfonso Márquez —descrito en un cable secreto de la CIA como “una persona muy malvada a la que hay que temer”— dirigía lo que probablemente era el escuadrón de la muerte más grande, mejor organizado y más secreto de El Salvador.
Otro teniente coronel y de extrema derecha especialmente notorio, Roberto Staben, fue el responsable de recopilar información específica contra las actividades de la Hermana Dorothy y Jean en Zaragoza. Las mujeres eran “terroristas”, le dijo más tarde a un agregado militar estadounidense, según un cable secreto que descubrí. Había sido “una ejecución rutinaria en tiempos de guerra”, dijo. Pero ¿qué justificaba una acusación tan absurda? preguntó el estadounidense. Porque, respondió Staben, habían estado llevando “mensajes, medicinas, zapatos, ropa y ese tipo de cosas” a los refugiados que huían de la violencia.
Como todos los oficiales superiores de las fuerzas de seguridad interna, estos hombres estaban bajo el mando directo del viceministro de Defensa, el coronel Nicolás Carranza, el principal activo de la CIA en El Salvador, a quien se le pagaban $90.000 dólares al año por sus servicios.
Fue difícil volver a El Salvador por primera vez en décadas y revivir los recuerdos de aquella época traumática. Sin embargo, también fue inspirador. Visité el tranquilo cementerio de Chalatenango donde están enterradas las Hermanas Ita, Maura y Carla.
En un campo cerca de Santiago Nonualco, donde fueron asesinadas las cuatro religiosas, una pequeña capilla conmemorativa recibe un flujo constante de peregrinos, tanto salvadoreños como internacionales. Los aldeanos han construido un pequeño monumento blanco decorado con ángeles esculpidos, fotografías de las cuatro mujeres y un texto de las Bienaventuranzas de San Mateo 5, 4. 9.
Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia.
Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios.
George Black es un periodista que cubrió las guerras civiles de Centroamérica entre 1979 y 1985.
Imagen destacada: En un servicio conmemorativo en Santiago Nonualco, El Salvador, personas sostienen las imágenes de las cuatro estadounidenses asesinadas en la guerra civil. (CNS/José Cabezas/Reuters/El Salvador)