Feligreses del coro de una parroquia en Iga-Ueno, Japón, cantan durante la celebración de Pentecostés. (Peter Saunders/Japón)
Parroquia es modelo de unidad
Empieza a caer la tarde del primer viernes de junio en la Iglesia del Niño Jesús en la ciudad de Iga-Ueno en la prefectura de Mie en Japón, donde es párroco el sacerdote misionero Maryknoll Roberto Rodríguez.
Afuera, en el letrero que da la bienvenida a los feligreses y anuncia en varios idiomas el horario de las misas se lee, en español, una cita de Santa Magdalena de Canossa: “No tengan miedo, después de la tormenta el cielo se vuelve más sereno”.
La cita parece resumir con precisión el significado que tiene esta parroquia para la comunidad de inmigrantes católicos de Perú, Bolivia, Brasil, Filipinas y Vietnam que trabajan en la zona industrial de esta ciudad.
“[Es] un albergue, un refugio para todo el que viene aquí y sobre todo una mano extendida de amor y amistad”, dice el padre Rodríguez sobre esta iglesia que fue fundada por misioneros Maryknoll hace más de 60 años. “Seguimos con la misión de anunciar el reino de Dios a todos los que vienen, ahora a los nuevos católicos de Japón, los inmigrantes”.
Católicos inmigrantes en Japón asisten a una misa multilingüe en Iga-Ueno, Japón. (Peter Saunders/Japón)
Inmigración en Japón
Después de la Segunda Guerra Mundial, Japón se desarrolló industrialmente con su propia fuerza laboral hasta que necesitó mayor mano de obra. En la década de 1980 aceptó cierta inmigración ilegal y en la de 1990, inmigración legal. Actualmente, la inmigración continúa en aumento debido a que la población japonesa está envejeciendo y las tasas de natalidad son bajas. El último censo del 2015, indicaba que alrededor de 2 millones de personas, casi el 2 % de la población total, eran inmigrantes en Japón. Pero otras cifras no oficiales calculan que el número de inmigrantes en Japón ya llega al 6 %.
“La mayoría de inmigrantes en Japón son invitados en calidad de trabajadores”, explica el padre Rodríguez. “La experiencia del inmigrante es igual que en todas partes. Pero [en Japón] el sufrimiento es doble”.
Los inmigrantes, principalmente los que llegan de América Latina, explica el sacerdote misionero, se encuentran con un choque cultural y lingüístico mucho mayor al que enfrentan los inmigrantes latinoamericanos que van a Estados Unidos.
“Los inmigrantes latinos en Estados Unidos, aunque tienen la dificultad de aprender el inglés, comparten un mismo alfabeto y un estilo de vida occidental, mientras que, en el oriente, el pensamiento y la cultura japonesa son completamente diferentes, los caracteres del lenguaje son muy difíciles, la cultura es muy estricta, exigente”, explica el padre Rodríguez.
El Padre Maryknoll Roberto Rodríguez (centro) celebra una misa en tres idiomas en una parroquia en Japón donde sirve como sacerdote misionero.(Peter Saunders/Japón)
La diferencia cultural, explica el sacerdote, incluso se observa entre la comunidad de católicos japoneses y la comunidad de católicos inmigrantes—en un país donde los católicos solo llegan al 0.5 % de un total de más de 126 millones de habitantes.
“El católico japonés tiende a ver la religión con solemnidad, en silencio, como una auto-reflexión, mientras que el inmigrante latino es festivo; la alabanza, la algarabía es diferente”, dice el padre Rodríguez. “En [la misa] los japoneses no se dan el abrazo de la paz, sino que hacen una venia. Eso, para un inmigrante que viene de Brasil o de Perú, es un choque cultural”.
Parroquia de inmigrantes
El número de feligreses en la parroquia del Niño Jesús llega a unas 350 familias japonesas. Pero en el área radican unos 10.000 brasileños, 3.000 peruanos y 2.000 filipinos, además de inmigrantes de Bolivia y Vietnam. Aunque no todos asisten con frecuencia a la parroquia—excepto cuando hay festividades como una procesión—explica el padre Rodríguez, la mayoría de católicos en Iga-Ueno, y en Japón en general, son inmigrantes.
Este viernes la misa para la comunidad de inmigrantes empieza a las 8 de la noche, para darle tiempo a las personas que salen tarde de sus trabajos. Los miembros del coro han llegado temprano y ensayan las canciones. En la cocina, otros feligreses reciben y organizan las fuentes de comida y postres de diferentes países que los feligreses han traído para celebrar—después de la misa, en el salón parroquial—el 24 aniversario de ordenación sacerdotal del padre Rodríguez.
Una de esos feligreses es Carmen Muray, una peruana que lleva 28 años viviendo en Japón y la misma cantidad de años asistiendo a la parroquia del Niño Jesús.
Feligreses de Brasil, Filipinas y Perú van a una misa en la Iglesia del Niño Jesús en la ciudad de Iga-Ueno, Japón.(Peter Saunders/Japón)
“Al llegar acá [Japón] nos sentíamos necesitados de Dios y encontramos la casa que Maryknoll hizo, y estamos muy contentos y eternamente agradecidos”, dice Muray de lo que significó para ella encontrar una iglesia católica en ese lugar tan distante al que llegó sola en busca de trabajo, dejando a su esposo e hijos en su Lima natal. Su esposo y sus hijos, eventualmente se reunieron con ella y empezaron una nueva vida en Japón. Ella y otros feligreses hablan de las dificultades que enfrentan los inmigrantes en Japón. Unos llegaron a trabajar con un tipo de visa temporal para “entrenamiento técnico”, que en la práctica dificulta la posibilidad del inmigrante de nacionalizarse japonés y les impide recibir un salario justo. Otros, llegaron gracias a una política de inmigración que permite a descendientes de japoneses ir a trabajar a Japón.
La mayoría de los inmigrantes ha sentido un tipo de discriminación social por no haber nacido en Japón. La mayoría llega con la idea de trabajar para reunir dinero y regresar a sus países de origen; un sueño que con las dificultades de la vida y el paso de los años se hace cada vez más lejano.
Neomi (apellido en reserva), trabaja en una fábrica ensamblando partes para frenos. Migró a Japón después de terminar la secundaria en Brasil hace 17 años. Su vida, los primeros años, fue muy austera. “Uno trabaja, a veces sin descanso, para guardar [dinero] para un día regresar a [su país]”, dice ella. Además de las dificultades que enfrentó: trabajo, idioma e incluso la adaptación al clima, ella enfrentó el dolor de la separación del esposo con el que se casó y tuvo hijos. “En ese momento de tristeza, llegué a la iglesia y encontré consuelo. En silencio, procuré fuerza interior, espiritual, algo que me ayude a continuar resistiendo”.
Roberto Rodríguez durante su travesía al emigrar de El Salvador a Estados Unidos y Canadá, mucho antes de convertirse en sacerdote misionero Maryknoll.(Peter Saunders/Japón)
El sacerdote inmigrante
El padre Rodríguez, entiende y siente de corazón el sufrir del inmigrante. Él fue un inmigrante indocumentado en Estados Unidos. Nacido en Sensuntepeque, El Salvador, tenía 22 años cuando su papá lo impulsó a huir de la guerra civil, pues era un joven maestro de escuela que expresaba de manera pública su oposición a la situación opresiva en su país, lo que lo expuso al peligro de ser detenido, asesinado o desaparecido, como les sucedió a algunos de sus amigos.
Salió de El Salvador a Guatemala. Llegó a Chiapas, México, luego al Distrito Federal y finalmente a Juárez.
“Íbamos con coyote y cruzamos la frontera, ilegalmente”, dice el padre Rodríguez del grupo de unas 10 personas que pagaron al traficante de migrantes para ingresar a Estados Unidos, en 1981, cruzando el Río Grande. En Estados Unidos, realizó trabajos temporales: cosecha de frutas, trabajo en restaurantes y construcción. Vivió las dificultades de los inmigrantes indocumentados hasta que supo que Canadá brindaba asilo a salvadoreños, que, como él, huían de la guerra civil.
En su travesía de inmigrante leyó la revista Maryknoll y revivió el deseo que desde niño tuvo de seguir una vocación sacerdotal, pues fue monaguillo, catequista y siempre tuvo una participación activa en su parroquia en Sensuntepeque. Después de recibir asilo en Canadá, se hizo ciudadano canadiense y regresó a Estados Unidos para unirse a Maryknoll, como seminarista, en 1987. En 1995 fue ordenado sacerdote Maryknoll y fue asignado a servir en misión en Filipinas. En 2009, fue asignado a misión en Japón, donde actualmente dirige dos parroquias, El Niño Jesús, en Iga-Ueno, y Santa Elena, en la Ciudad de Nabari; ambas en la Diócesis de Kyoto.
Como en Pentecostés
La misa de este viernes de junio en la Iglesia del Niño Jesús es vibrante, festiva, multicultural, multilingüe. Las bancas están llenas de los inmigrantes que le están dando una nueva vida a la Iglesia Católica en Japón. El padre Rodríguez celebra la misa en japonés, inglés y español. El coro también canta en esos idiomas mientras una pantalla en una pared muestra la traducción de los cantos para que todos entiendan.
La parroquia es un albergue para todo el que viene aquí y sobre todo una mano extendida de amor y amistad.
“Es Pentecostés”, dice el padre Rodríguez, quien ha logrado—como él dice, con mucha paciencia, esfuerzo y amor—algo que podría servir como modelo: la integración de comunidades diversas, multiculturales, multilingües, dentro de la casa de Dios.
El salón parroquial, después de la misa, está lleno. Las fuentes con comida preparadas por los feligreses reflejan la diversidad de la parroquia. Unos feligreses de Filipinas presentan una canción. Luego, un grupo de niños con trajes típicos de los Andes de Perú realiza una danza folklórica. Sólo uno de los niños es hijo de inmigrantes peruanos. En la fiesta, en la unidad que brinda la fe, nadie es inmigrante, todos son Iglesia, el pueblo de Dios. Los niños, contentos, invitan al padre Rodríguez a bailar con ellos. Es un reflejo de pentecostés y de la alegría del Evangelio en Japón.