Una mujer asiste a una vigilia por las víctimas de la violencia en Caracas, Venezuela, mayo 2019. (CNS/Venezuela)
Durante el 2019 y el año que comenzamos hace poco han ocurrido situaciones en el mundo que sacaron a la luz heridas, resentimientos y estructuras que no favorecen la vida.
Bolivia, Chile, Venezuela y Colombia, entre otros, han vivido momentos de tensión y violencia que permitieron vislumbrar un sistema que genera brechas, produce opresiones y agiganta las diferencias, y que ya no puede continuar. Es un sistema global que crea exclusiones por las que muchas personas quedan descartadas y sin posibilidades de alcanzar una vida digna.
Por eso, se llegó a un punto en donde la población dijo “basta”, “ya no más”. La salida pacífica a la calle de grandes multitudes cayó en oídos sordos de las autoridades que respondieron con la violencia de las fuerzas de seguridad, promoviendo el enfrentamiento entre los mismos ciudadanos. Al mismo tiempo, grupos elitistas y otros delincuenciales aprovecharon la situación para crear caos en las ciudades.
Frente a esto, se vuelven a escuchar expresiones de odio racial y de clase que creímos haber superado en un mundo cada vez más multicultural, como el que se puede ver en las grandes ciudades.
Nuestros países en América Latina necesitan sacar de raíz ciertos antivalores estructurales, sistemáticos, que nos están llevando a un nivel de violencia creciente e insostenible.
El Documento de Aparecida, como se le conoce al documento final de la Quinta Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, publicado en el 2007, nos habla de “erradicar estructuras caducas que ya no favorecen la transmisión de la fe”.
¿Qué papel debería jugar la Iglesia en este tiempo convulsionado? ¿Cuál tendría que ser el accionar de los discípulos misioneros en este contexto actual? Estas preguntas nos hemos hecho en el Centro Misionero Maryknoll, en medio de la crisis vivida, en Bolivia particularmente, pero atentos a lo que ocurría en nuestra región.
Sentimos con mucha fuerza, el llamado del Papa Francisco a construir una “cultura del encuentro” que posibilite vernos como hermanos y hermanas y facilite la escucha y el consenso en medio de las diferencias.
Por eso, en el centro misionero, organizamos una jornada para compartir los sentimientos que nos acompañaron durante los conflictos vividos, y la fuerza que nos ayudó a transitar los mismos o a superarlos. Miedo, enojo, tristeza, desconcierto llenaron el corazón de muchas de las personas presentes, que pudieron comprender lo que también vivieron sus otros compañeros y compañeras. Al compartir sobre las fuerzas que los sostuvieron y ayudaron a transitar esta etapa, se dieron cuenta que el compartir en familia, el hablar con otros, la oración y el pensar juntos las alternativas de solución, los había ayudado a todos en este tiempo.
Antes de ser misioneros, somos ciudadanos y, como tales, tenemos una visión y un pensamiento acerca de la realidad. Nada exige que tengamos que llegar a un mismo pensar en este ámbito, pero sí sabemos que el Evangelio nos exige cultivar la cultura de la “no violencia”.
También sabemos que no puede haber paz sin justicia social, y tampoco habrá justicia social sin justicia ecológica. Los misioneros estamos llamados a “buscar primero el Reino de Dios y su justicia” (Mateo 6,33). Dicha justicia, se logra construyendo un mundo donde no haya excluidos, explotados ni descartados.
¿Cuál es nuestro compromiso frente a este tiempo de grandes conflictos y divisiones? ¿Somos parte del problema que agiganta las diferencias? ¿Somos cristianos indiferentes ante un sistema que deshumaniza y ante el dolor de tantos hermanos y hermanas? ¿Nos comprometemos con una verdadera transformación de la sociedad desde los valores del Evangelio? Asumamos nuestra vocación de ser agentes del consenso, la escucha y la reconciliación.