Cuando Vera Veneroso (izquierda) falleció, sus familiares se pudieron despedir y celebrar una misa fúnebre en su nombre, sin embargo cuando falleció Martha Ann Moorman (derecha), las restricciones por el coronavirus privaron a sus familiares de esos derechos. (Fotos cortesía de
Joseph R. Veneroso y Dennis Moorman)
El espectro de la inevitable muerte de mi madre atormentó mis pensamientos desde que tenía 4 años y vi morir a nuestro canario. Mi madre me consoló diciéndome la simple verdad de que todos los seres vivos deben morir, pero me prometió que Dios no se la llevaría a ella mientras yo la necesitara.
Ella vivió otros 50 años, muriendo cuando tenía 94 años robustos. Cuando llegó su momento de partir, nos dejó rápidamente, sin sufrir. Mi hermana Jan me advirtió que mamá se estaba deteriorando rápidamente. Pero llegué a tiempo para despedirme. El día de su muerte, recuerdo que una profunda paz me invadió. Era como si mamá estuviera más cerca que nunca. Después de su misa fúnebre, nos reunimos para compartir su receta característica: “pasta fazool”. Fue una despedida digna para esta fuerte mujer calabrés de Italia.
En los últimos días he llegado a apreciar cuán verdaderamente bendecidos fuimos de poder decirle adiós y llorarla de esta manera.
Estoy escribiendo esta reflexión en medio de las restricciones por el coronavirus. Solo puedo rezar para que se levante el bloqueo cuando aparezca este número de la revista. Además de los pequeños inconvenientes de estar restringidos a nuestras habitaciones, excepto salir del edificio para caminar afuera, y solo si usamos máscarillas y guantes de látex, existe un dolor mayor e invisible: las personas que están perdiendo a seres queridos en estos tiempos no pueden despedirse de ellos en persona; sin últimos ritos, sin vigilia, sin funeral, sin compartir alimentos.
Durante la cuarentena, hemos perdido a varios sacerdotes y hermanos en Maryknoll. Confinados a sus habitaciones en el piso de aislamiento de la sección para ancianos de nuestro centro, simplemente murieron y desaparecieron.
Celebramos misas conmemorativas a las que asistieron solo un celebrante y un lector. Los miembros de la Sociedad solo las vimos en nuestros televisores privados a través de nuestro canal de televisión interno en nuestras habitaciones individuales. Por lo tanto, como el resto del mundo, podemos llorar en privado, pero no podemos llorar por completo como comunidad. El duelo público da expresión al dolor personal. Solo el dolor expresado ritualmente abre el corazón y el espíritu a la curación.
Seguramente el viaje más largo y triste que hace un misionero es el de regreso a casa para enterrar a un padre fallecido. Pero la pérdida se vuelve más dolorosa cuando las circunstancias impiden que el misionero pueda regresar.
El Padre Dennis Moorman, un misionero Maryknoll en Brasil, recibió la noticia el 14 de abril de que su madre, Martha Ann Moorman, había fallecido en un hogar de ancianos en Greensburg, Indiana. Las restricciones de viaje durante la pandemia le hicieron imposible regresar a casa. El padre Moorman, cuyo ministerio trata a las personas que sufren traumas, supo apreciar lo que estaban pasando sus hermanos de sangre. “Fue traumático para ellos estar tan cerca pero incapaz de estar con mamá en sus últimos días”, dijo. “Y no podemos estar tristes de la manera habitual: juntos”.
Desde Brasil ofreció una misa transmitida en vivo a un número limitado de participantes en línea. Al igual que muchos otros en todo el mundo, ellos habían sido privados del derecho a llorar de la manera tradicional: en persona y en público, utilizando las oraciones y los rituales de su fe.
Enterrar respetuosamente a los muertos y honrar su memoria es el sello distintivo de la civilización humana. Negarse a esta necesidad humana fundamental hace que un evento que de por sí ya es triste sea aún más trágico.
Cuando esta pandemia termine y descubramos nuestra nueva forma de vida “normal”, que todos podamos apreciar el privilegio de poder llorar una vez más a nuestros muertos con oraciones y rituales, con familiares y amigos reunidos a nuestro alrededor, como la verdadera bendición que es. Y que en nuestro bendito duelo, podamos sentir el amanecer de la resurrección.