Ex Sacerdote Asociado Maryknoll Recuerda Día Cuando Mataron a los Jesuitas en El Salvador

Tiempo de lectura: 4 minutos
Por: William Schmidt
Fecha de Publicación: Nov 16, 2020

Miércoles 15 de noviembre de 1989. Noche clara y fresca en Zacamil, San Salvador, El Salvador. Bengalas iluminan el cielo. Su luz parpadeante revela cuerpos esparcidos entre la basura y escombros esparcidos por las calles.

“¡Comunistas y traidores!” gritó el comandante del ejército a través de un megáfono”. “¡Váyanse de la zona mientras tienen tiempo!”

Hombres, mujeres y niños tomaron lo que pudieron para huir. Los pocos andrajosos que quedaron de nuestra comunidad se apiñaron alrededor de una fogata. “¿Listos? ¡Vámonos!” gritó un hombre de camisa arrugada y desabrochada.

Nos apresuramos hacia la línea de demarcación. Nos condujo una anciana. Agitó una sábana blanca para pedir un pasaje seguro. Sostenía en alto una imagen de San Simón, patrón de esta multitud desplazada. Los guerrilleros salvadoreños —en su mayoría niños—entrenaban el uso de sus armas con otros soldados.

Pasamos por un puesto de control del ejército. Un recluta adolescente nervioso me apuntó con su M-16.

“¿Qué haces aquí?” gritó. “Yo soy el párroco”, respondí.

Se acercó un oficial mayor. Bajó el arma del recluta hacia el suelo.

“¿Quién eres tú?” preguntó el oficial.

“Soy el párroco de Cristo Salvador de Zacamil”, dije.

Cerca de allí, una pareja de ancianos se asomó por la puerta principal.

El oficial los vio.

“¡Oigan!” les gritó. “¿Lo conocen?”

“No”, dijeron, y desaparecieron rápidamente.

El oficial se centró de nuevo en mí.

“Hay extranjeros infiltrados con terroristas”, dijo, mirándome con sospecha.

Me volvió a mirar de pies a cabeza, luego hizo una mueca. ¡Váyase!” dijo, moviendo su rifle automático fabricado en Estados Unidos. “¡Corra!”

Puse a San Simón bajo el brazo y corrí por la calle conocida como “El Tobogán”. Mientras corría, una bala pasó zumbando junto a mi oreja.

Nuestros feligreses se apiñaron, buscando refugio cerca de una escuela junto a un parque llamado El Satélite. Mientras la gente hablaba en voz baja, yo caía en sueño y despertaba.

Alrededor de las 3:00 a.m., escuché a alguien susurrar, “Mataron a los Jesuitas” (junto con sus compañeros de la Universidad de Centroamérica en San Salvador, que era el epicentro en disputa de la guerra civil salvadoreña, que cobró 75.000 vidas).

Placa con los nombres de los seis sacerdotes jesuitas asesinados que se encuentra en el Jardín de las Rosas de la Universidad Centroamericana en El Salvador.

Placa con los nombres de los seis sacerdotes jesuitas asesinados que se encuentra en el Jardín de las Rosas de la Universidad Centroamericana en El Salvador.

Amanecer del 16 de noviembre, 1989.

El director de la CIA William J. Casey de Roslyn, Long Island, el cardenal arzobispo de Boston, Bernard J. Law, el presidente George H.W. Bush, el fraile franciscano Richard Rohr y el Papa Juan Pablo II compartían una sospecha común: las comunidades cristianas de base de El Salvador servían como incubadoras para fomentar el comunismo y el socialismo.

Las Comunidades de Base [CEB], y las Comunidades Cristianas de Base, desafiaron el status quo. Pero fue el ejército y la Guardia Nacional salvadoreños—armados, entrenados y financiados por Estados Unidos en la “Escuela de las Américas” en Panamá y luego en Fort Benning, Georgia (conocida por su seudónimo, “Escuela de los Asesinos”)—quienes asesinaron a los sacerdotes jesuitas de la UCA a sangre fría, junto con su ama de llaves Elba, su hija y cientos en nuestra comunidad.

Estos hechos revelaron una verdad devastadora.

Mi director espiritual, el sacerdote jesuita Juan Moreno, fue sacado de su cama en la residencia del campus jesuita de la UCA y fue asesinado junto con sus hermanos en medio de la noche. Orgullosos españoles ibéricos, ellos renunciaron a su ciudadanía como hijos misioneros de San Ignacio para inculcarse totalmente como nacionales salvadoreños.

El Padre Juan me aconsejó: “Ten paciencia, Bill. Mantén el sentido del humor”.

“Dios es el Dios de la historia”, me aseguró. “Tarde o temprano, la verdad prevalecerá y Él vencerá”.

Los católicos profesamos creer en la “Presencia Real” de Cristo en la Eucaristía: Cuerpo y Sangre, Alma y Divinidad. Creemos que Cristo Resucitado está presente en forma de Pan y Vino; en la Palabra proclamada en medio de la asamblea; y en todos los que allí se reúnen en el Nombre de Jesús. Como predicaba San Agustín: “Sé lo que ves y conviértete en lo que has recibido: ‘El Cuerpo y la Sangre de Cristo’” (Sermón sobre el Evangelio de San Juan).

Nos esforzamos por no temer a la muerte, porque ya hemos muerto a Cristo en el bautismo.

Proclamamos que estamos rodeados por una “gran nube de testigos”, los santos y mártires y todas las personas de buena voluntad que nos han precedido marcadas con el signo de la fe.

Sin embargo, ¿cómo debe medirse o contarse la fe?

¿Cuánto me cuestan mis creencias?

¿ Forma mi silencio una alianza impía y engendra complicidad con aquellos que mienten, que ignoran a Cristo presente en niños enjaulados en nuestras fronteras, atrapados en compartimentos en camiones o portacontenedores, o arrastrados a tierra como cadáveres ahogados en islas remotas?

“Le debes absolutamente a Cristo no tener miedo de nada”, dijo Charles de Foucald, el monje trapense que se retiró al desierto e inspiró el establecimiento de la congregación los Hermanitos de Jesús. Encontró su muerte en las arenas del norte de África como un testigo en el sentido fundamental del término, “mártir”, quien pagó caro por su visión y sus convicciones.

“Bienaventurados los que sueñan sueños y están dispuestos a pagar el precio para hacerlos realidad”, dijo el cardenal Leon-Josef Suenens, de Bélgica, un moderador del Vaticano II y colaborador de confianza del Papa San Juan XXIII y del Beato Papa Pablo VI.

Que continuemos soñando sueños y sacrificándonos para hacerlos realidad.

Doug Fisher, Bob Clerkin y yo recibimos el llamado a la ordenación el 17 de mayo de 1980, por el poder del Espíritu Santo y mediante la imposición de manos del obispo de la Diócesis de Rockville Centre, New York, John Raymond McGann.

La advertencia que recibimos de él sigue siendo tan válida hoy como siempre:

“Recibe el Evangelio de Cristo, de quien ahora eres heraldo:

Cree lo que lees.

Enseña lo que crees.

Practica lo que enseñas …

Que Dios, que inició la buena obra en ti, la lleve a su cumplimiento”.

Imagen destacada: William Schmidt en la época que fue sacerdote asociado Maryknoll, durante la guerra civil en El Salvador.

Sobre la autora/or

William Schmidt

William J. Schmidt, un ex- sacerdote, sirvió como misionero asociado Maryknoll en Nicaragua, Honduras y El Salvador. Esta crónica y reflexión, tiene referencia a su misión con Maryknoll en Zacamil durante la guerra civil salvadoreña.

Ediciones Archivadas