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Comunidad de Pecadores, Comunión de Santos
Por Joseph R. Veneroso, M.M.

Solo, enojado, asustado, apático,
hice todo y nada para olvidar
o al menos ser menos consciente del amor de Dios,
para demostrar que soy indigno de ser salvado.
Por eso busqué la compañía de otras personas
con similares o diferentes, pero no menos,
heridas autoinfligidas y así convencerme
a mí—no a nosotros—que teníamos razón de estar equivocados.

Y entonces, en lugar de cambiar, cubrí
mi vergüenza y mi culpa con una soberbia justificación:
todo el mundo hace lo mismo o peor.
Cubierto con capa tras capa de negación,
apenas podía moverme—mucho menos escapar
de mi exilio autoimpuesto. Y así me encontré
solo en una multitud de desconocidos
insensibles e indiferentes.

Entre nosotros estaba alguien, conocido pero desconocido,
quien miró a través de nuestros disfraces lastimosos
y transmitió con ojos misericordiosos
compasión, esperanza y sanación.
Extendiendo sus manos heridas, él se deshizo
de lo que serían nuestras mortajas. Y las lavó y limpió
en el agua y la sangre que fluía de su costado
para que podamos desinfectar y vendar, unos a otros, las heridas.
Dándonos así prendas y manteles de fiesta
para el banquete de bodas del Cordero.

En medio de comidas de todo tipo y música, bailes
y muchas risas, me levanté de mi lugar.
Y, con un gesto de comprensión del santo anfitrión,
corrí de regreso a las calles para buscar y encontrar
a los que siguen perdidos y vagando. Y de pie,
en medio de ellos, como alguien conocido pero desconocido,
y mirando a través de sus disfraces lastimosos con ojos misericordiosos
dejaré que la curación fluya hacia ellos a través de mis heridas.
Y, tomándolos de la mano y caminando a su lado,
entramos juntos al banquete de bodas.