Vida a la sombra de la Cruz
Durante mi noviciado en Hingham, Massachusetts, una madre del vecindario pidió a los seminaristas si podríamos turnarnos para ayudar a cuidar a su hijo David, de 23 años de edad, quien sufría de distrofia muscular.
Debíamos sacarlo de la cama, colocarlo en la silla con orinal, limpiarlo, lavarlo y colocarlo en su silla de ruedas. Al final de la tarde, invertíamos el proceso.
Nos sentimos abrumados por el compromiso que iba a durar ¡un año!, pero pronto nos dimos cuenta de que era David quien nos estaba ministrando. Él mantenía animadas conversaciones sobre religión, política, deportes, economía, y de los últimos programas de televisión. El tiempo pasó rápidamente.
Su madre era igual de interesante y con los pies en la tierra. Ella ya había perdido un hijo mayor por la enfermedad y su esposo murió de cáncer a principios de ese año. Ante esas dificultades, le pregunté cómo rezaba. Mi oración es simple, dijo: “Querido Dios, tienes que estar bromeando”.
Cuando David murió, tres años después, la parroquia estuvo repleta con más de 500 personas. Muchos voluntarios fueron portadores honorarios del féretro del joven que había tocado cientos de vidas sin salir de su casa. Como Santa Teresita de Lisieux, David mostró un espíritu de misión desde el claustro de su propio cuerpo paralizado.
En mi caminar misionero, he encontrado otras personas que permitieron que su cruz transforme sus vidas para iluminar el mundo. Entre ellos mi amigo, el padre anglicano Michael Lapsley, un vocero público contra el apartheid en Sudáfrica, quien perdió ambas manos y un ojo en una carta bomba.
“En mi caminar misionero, he encontrado personas que permitieron que su cruz transforme sus vidas para iluminar el mundo”.
En lugar de ceder a la desesperación o la amargura, el padre Lapsley fundó el Instituto para la Sanación de las Memorias, y recorrió el mundo enfatizando la absoluta necesidad del perdón y la reconciliación en este mundo plagado de violencia y terrorismo.
Donna Wienke sirvió como misionera laica Maryknoll enseñando inglés en Sogang Jesuit University en Seúl, Corea. Ella es ciega. Sin embargo, vivió sola y navegó el complicado sistema de buses para dar sus clases. Un día, la mujer de la limpieza la vio preparando su lección en Braille y exclamó: “¡Eres ciega!” “Sí”, respondió Donna. “Tengo un hijo ciego en casa”, dijo la mujer. “No pensé que las personas ciegas pudieran hacer algo”.
Raphael Bae Jong Bu es autista. Recientemente vino a Estados Unidos para hacer una observación: las personas con autismo pueden contribuir a la sociedad. Dio un concierto impecable de chelo.
La enfermedad, los accidentes y la vejez pasan factura. Los seres queridos mueren. Vendemos nuestras casas. Nos vemos obligados a renunciar a nuestras posesiones, y a nuestra libertad. Pasar de caminar a usar un bastón o necesitar una silla de ruedas requiere de enorme fortaleza. Las mujeres que enfrentan mastectomías deben luchar con una nueva comprensión de su feminidad; los hombres que sufren cáncer de próstata a menudo se resienten silenciosamente de ese asalto a su masculinidad.
Si bien los anteriores son ejemplos dramáticos, todos enfrentamos limitaciones y disminuciones. Por eso, la señal de la cruz es un poderoso recordatorio de que los sacrificios no necesitan ser portentos de muerte inminente, sino que, cuando uno se abraza y se une a la cruz de Cristo, puede ser conducido a un propósito renovado.
Sí, la Cruz proyecta una sombra sobre toda la vida humana. Pero es nada menos que la Resurrección la que crea e ilumina esa sombra.
Foto principal: Un palestino carga una cruz en la Vía Dolorosa, una calle de la Ciudad Vieja de Jerusalén. (CNS/Jerusalén)