La peregrinación renueva nuestra fe
La energía de los peregrinos de la Jornada Mundial Juvenil, realizada en Panamá hace poco, me hizo recordar la peregrinación que me hizo profundizar mi compromiso misionero. Hace un año, mi esposo y yo celebramos 25 años de matrimonio. Renovamos nuestros votos al lado de nuestros cinco hijos. Mi padre, quien es diácono, ofició nuestros votos—al igual que hace 25 años.
Para dar gracias a Dios por las bendiciones de estos años, decidimos realizar la peregrinación a Santiago de Compostela, España.
Según la tradición, allí se dio sepultura a los restos del Apóstol Santiago el Mayor, que llegaron por barco desde Tierra Santa a lo que ahora se llama Galicia, en un lugar conocido como “el campo de las estrellas”.
Santiago de Compostela ha atraído a peregrinos desde el siglo 9. La mayoría de personas camina, otras van en bicicleta, y algunos otros, en otro modo de transporte. Flechas amarillas en paredes, rocas o árboles marcan el camino. Los peregrinos pueden pedir un “pasaporte” que será sellado en el camino y cuando llegan a la catedral, reciben un certificado. No pudimos recorrer todo el camino, pero agregamos nuestras súplicas a las de generaciones de peregrinos y nuestros pasos a los millones de huellas que han pisado estas tierras.
Hoy en día, casi la tercera parte de peregrinos—28%—son menores de 30 años. En el 2017, 300.000 peregrinos visitaron Compostela.
En el camino, conocimos a peregrinos de varios países en los albergues para peregrinos. Algunos peregrinos caminan solos, otros, como mi esposo y yo, acompañados.
En cualquier peregrinación siempre hay encuentros con nuevos hermanos en Cristo y con uno mismo, pero sobre todo, un peregrinaje es un encuentro con Dios. Sirve para “recargar las pilas”, y renovar nuestro compromiso con Dios—en nuestro caso como esposos, padres de familia y misioneros laicos.
Dado que nuestro viaje fue en Semana Santa, fue muy significativo. Lo que más me impactó tomó lugar en la catedral, al seguir la costumbre de “abrazar al apóstol”. La estatua de Santiago Apóstol, una elaborada representación del arte barroco, está situada tras el altar. Santiago tiene una esclavina, la capa tradicional de los romeros, y carga un bastón de peregrino. La figura está repleta de oro y joyas preciosas. Sus ojos, abiertos y brillosos, llaman la atención; le dan a su mirada una cualidad de estar despierto y alerta. Parece como si él estuviera viendo toda la nave de la catedral. La tradición es subir unas escaleras tras el altar, para ponerse al lado del santo. Parados a su par, se forma una solidaridad al ver a los peregrinos que llegan cansados y llenos de gratitud. Cuando puse mi brazo sobre sus hombros, sentí lo que es la intercesión de los santos. Santiago ha caminado y nos espera al fin de nuestro camino; nos ve con ojos de compasión. Me hizo pensar en sus textos en los evangelios. El que en Getsemaní, con Pedro y Juan, no pudo mantener los ojos abiertos, sino que dormía, ahora los mantiene perpetuamente abiertos para ser testigo de las dificultades de los peregrinos, presenciar las tempestades y acompañarnos en nuestro caminar. Abrazar al apóstol es compartir con él la compasión por el mundo sufrido.
En todo peregrinaje, el camino nos recuerda la Pasión de Jesucristo, cargando la Cruz, para redimir al mundo. La peregrinación imita la jornada de nuestro Salvador. Que este Cuaresma, nos unamos a los pasos del Señor y abramos los ojos a las necesidades de los demás.
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