El Padre Maryknoll John Spain, fue ordenado en 1970 e inmediatamente fue asignado a servir en misión en El Salvador. Allí conoció al Arzobispo Oscar Romero. Lea abajo el relato de su experiencia con el amado sacerdote de los pobres.
¡Con gran júbilo el pueblo de El Salvador celebra hoy la canonización de San Oscar Romero! Él fue un regalo de Dios para El Salvador, y ahora lo es para el mundo.
San Oscar nació el 15 de agosto, 1917, (en la festividad de la Asunción), en Ciudad Barrios, un pequeño pueblo rural en las montañas del noreste. Su vida y su fe surgieron de su familia y su comunidad, quienes veían la belleza de la creación del mundo que los rodeaba como una gracia divina. Ellos araban la tierra, esperaban las lluvias, y alegremente pero con trabajo arduo realizaban la cosecha.
La fe que recibió San Oscar estaba profundamente enraizada en la religiosidad popular: una intensa celebración de las estaciones litúrgicas; un gran amor por la Eucaristía, por Nuestra Santísima Madre y nuestro Santo Padre; y una profunda devoción a los santos, especialmente a San Pedro, nombre que se le dio a su parroquia. Se dice que el joven Óscar se detenía a rezar en la pequeña iglesia de Barrio Roma en su camino para entregarle mensajes a su padre, un operador de telégrafos. Jugaba imitando al párroco y preparaba pequeños sermones para las fiestas de sus santos favoritos. Junto con los feligreses de la región, él tuvo una temprana devoción a “La Reina de la Paz”, la imagen milagrosa de Nuestra Señora entronizada sobre el altar mayor de la Catedral de San Miguel.
En 1930, durante una misa especial en Ciudad Barrios a la que asistió el obispo, el joven Oscar—quien en ese entonces trabajaba como aprendiz de carpintero—pudo convencer a su padre de darle permiso para ingresar al seminario menor en San Miguel.
Su fe que empezó en Ciudad Barrios creció, como está documentado en su diario espiritual. Antes de su ordenación en Roma, él escribió: “Este año me rendiré totalmente ante Dios. Mi Señor, por favor, ayúdame y prepárame. Tú eres mi Todo, y a pesar que soy nada, deseas con amor que me convierta en mucho. Junto con tu Todo y mi nada, haremos mucho”.
Durante una homilía dominical, San Oscar nos llamó a una vida de oración más profunda, diciendo: “Sólo pocas personas realmente llevan una vida interior, y esta es la razón por la cual hay tantos problemas… En el corazón de cada persona, hay algo así como una pequeña celda íntima, donde Dios viene a hablar a solas con cada persona. Y aquí es donde una persona determina su propio destino, su propio papel en el mundo”. Monseñor Ricardo Urioste, su Vicario General, dijo que San Oscar esperaba la visita de Dios cada día, y que nunca tomó una decisión importante sin antes consultar con Dios en ese lugar especial. San Oscar fue un hombre de oración.
Cuando llegué a El Salvador como misionero, la primera vez que me presentaron a San Oscar fue cuando él era el obispo auxiliar de San Salvador, y compartió con un grupo de sacerdotes su entusiasmo y deseo de servir al pueblo de Dios. Él acababa de regresar de una reunión para nuevos obispos de América Latina. Ellos habían compartido unos con otros sus esperanzas y alegrías para sus nuevos ministerios. Luego, me enteré que San Oscar escogió como su lema episcopal, “Sentir con la Iglesia”.
Por muchos años, mi trabajo misionero se realizó en parroquias lideradas por sacerdotes salvadoreños en las periferias de la capital. Fueron épocas de mucho entusiasmo y animación pastoral. Muchos pobladores, obligados a dejar sus raíces rurales y sentido comunitario a causa de la pobreza, migraron a la capital para trabajar en la construction o en fábricas. Nuestro reto pastoral era restaurar su sentido comunitario y revivir la fe profunda que experimentaron mientras crecían. Siguiendo las conclusiones del Segundo Concilio Vaticano y la Conferencia Episcopal de Medellín, formamos comunidades cristianas de base, siguiendo como modelo la experiencia de Panamá. Los feligreses se hicieron adultos en la fe, y sintieron que sus familias formaban parte de la Familia de Dios. Muchos se convirtieron en agentes pastorales de evangelización, y formaron nuevas comunidades en sus parroquias.
En 1977, fui enviado por nuestro grupo de parroquias a representarlos en el concejo de sacerdotes. Poco después de eso, San Romero fue nombrado Arzobispo. Tuve cercanía con él a través de mi párroco, quien dirigía la radio y el periódico católico. Acompañé a San Oscar en diferentes ocasiones a las parroquias rurales y a comunidades marginadas en la ciudad, así como a ordenaciones sacerdotales y a ceremonias de toma de votos para mujeres religiosas. De sus diversas homilías y conferencias, y de sus homilías dominicales para festividades principales y en funerales—a las que fielmente escuchaba ya sea en persona o por la radio—podía sentir que San Oscar no estaba simplemente leyendo un texto o un documento del Vaticano, sino predicando de su corazón sobre lo que había meditado y por lo que había rezado. Siempre quedé impresionado por su prédica sobre el Misterio Pascual, y sobre la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús, no sólo durante la Semana Santa, sino durante todo el año litúrgico.
Dic. 2, 1979: Obispo Arturo Rivera, Arzobispo Oscar Romero, Padre Nazario Monroy y el Padre Maryknoll John Spain, en la Catedral de la Diócesis de Santiago de María en El Salvador
Mar. 30, 1980: Padre John Spain, M.M. (portador del féretro con lentes), cargando el ataúd del Arzobispo Oscar Romero
Incluso antes de que el sacerdote jesuita Rutilio Grande fuera asesinado, San Oscar ofreció mucho apoyo y ánimo a los sacerdotes. Yo sentí que me hablaba directamente a mí cuando dijo que él no consideraba algo aparte si veníamos de otros países, sino que todos éramos uno en el servicio del Evangelio. Yo fui con San Oscar al velorio, funeral y misa del Padre Rutilio para mostrar que la Iglesia estaba unida. Él prometió que nosotros continuaríamos con nuestro ministerio pastoral siguiendo el buen ejemplo del Padre Rutilio. Más sacerdotes fueron asesinados. En sus funerales, San Oscar defendió y alabó a quienes fueron injustamente y cruelmente asesinados mientras predicaban el Evangelio de Jesús en palabras y obras. Y nos animó e inspiró a seguir sus testimonios de fe en servicio de los pobres. Un viejo y un niño fueron asesinados junto con el Padre Rutilio. San Oscar vio esto como una bendición para la Iglesia en el sentido de que cuando miembros laicos de la Iglesia fueron perseguidos y asesinados, el clero los acompañó en su sufrimiento e incluso hasta en su muerte.
Después de casi dos años bajo la dirección de San Oscar, yo acepté la llamada de nuestro amigo, el nuevo Obispo Arturo Rivera, de la diócesis donde antes estuvo Sant Oscar. Incluía Ciudad Barrios, y el obispo Rivera me sorprendió de una gran manera—me dio el gran honor de nombrarme párroco de la parroquia dedicada a San Pedro. Desde allí servimos las necesidades materiales y espirituales de seis municipios rurales cerca a la frontera con la ayuda y la experiencia de las Hermanas Carmelitas.
En 1979, San Oscar nos hizo una visita pastoral en Ciudad Barrios. Él escribió en su diario: “Estuve en Ciudad Barrios el viernes, 28 de Septiembre y el sábado 29 de Septiembre, visitando mi pueblo, animando a los Padres Maryknoll, quienes recientemente se han encargado de la parroquia, y a la congregación de Hermanas Carmelitas, quienes han estado realizando este trabajo pastoral ya por varios años. Los recuerdos de mi infancia y el contacto con nuevos amigos renueva en mi vida mi entusiasmo por continuar la vocación que Dios me ha dado en este humilde pueblo de Ciudad Barrios”.
Es conmovedor y brinda consuelo saber que San Oscar, en su corta visita para animarnos y apoyarnos en nuestra vocación, experimentó una renovación de su propia vocación durante uno de los más difíciles periodos de su vida y justo seis meses antes de su martirio.
En su funeral antes de la Misa, ayudé a cargar su ataúd al frente del altar que se hizo en el atrio de la catedral. Me sentí abrumado por recuerdos como estos, y agradecido a Dios por el privilegio de haber conocido y amado a San Oscar. Cuando visité su tumba un año después, me encontraba rezando y reflexionando sobre su vida cuando una mujer que estaba arrodillada allí me dijo que venía con frecuencia a visitar al santo ya que él había ido a su comunidad pobre para visitarla a ella.
El Padre John Spain, M.M., frente a la estatua del Arzobispo Oscar Romero en la Plaza del Divino Salvador del Mundo en El Salvador.
Mar. 24, 1981: El Padre John Spain, M.M. celebra la Misa por el primer aniversario de la muerte del Obispo Romero en la Catedral de San Pedro en Ciudad Barrios en El Salvador.
Cripta del Arzobispo Romero en El Salvador.
No puedo pensar en un final mejor que con una Tarjeta de Oración escrita cuando se inició su causa de canonización: “El 24 de Marzo, 1980, mientras celebraba la Eucaristía en la Capilla del Hospital de la Divina Providencia, el Arzobispo Romero fue derribado por una sola bala bien dirigida. Así acabaron con su vida mortal y sus tres fructíferos años de servicio como Arzobispo de San Salvador. Su martirio selló para siempre el sentido de su vida y lo convirtió en Buena Nueva para la gente de nuestro mundo contemporáneo. Él es el verdadero símbolo de muchos mártires, por encima de toda la multitud de mártires anónimos, porque su deseo siempre fue dar su vida por Dios”.
La Catedral donde está encerrado su cuerpo y el hospitalito donde derramó su sangre han sido transformados en lugares sagrados, centros de peregrinaje y de oración. Su tumba en la capilla donde murió es visitada con verdadera devoción, con un espíritu de fe, humanidad, penitencia y acción de gracias, incluso con la intención de encontrar motivación pastoral, o simplemente para ser inspirados, convertidos, animados.
~ Padre John Spain, M.M.