¿Por qué ustedes los católicos adoran a la Virgen María?”, es una pregunta que hacen regularmente, tanto en línea como en la vida real, los curiosos y los críticos. La respuesta, que se enseña en la mayoría de las clases de catecismo, es simplemente: “No lo hacemos”. Ofrecemos esta explicación: “Adoramos a Dios y veneramos a la Santísima Virgen María y a otros santos”.
Es cierto que nuestro fervor por honrar a la Santísima Virgen María en las Iglesias Católica Romana y Ortodoxa Oriental es incomparable. A este le siguen los episcopales y otros anglicanos, después los luteranos. Incluso los musulmanes honran a Miriam, Madre de Jesús el Mesías. De hecho, el Corán le dedica un capítulo completo a ella, la única mujer que recibe tal honor, llamándola “la mujer más grande que jamás haya vivido”.
Y sin lugar a duda, a lo largo de la historia algunos individuos y grupos católicos se han desbordado en venerar a la Santísima Madre.
Pero la veneración que por dos milenios católicos y ortodoxos hemos ofrecido a María está profundamente arraigada en la Sagrada Escritura.
Regresar a las fuentes bíblicas puede corregir imágenes distorsionadas de la madre de Jesús. La ferviente María descrita en los Evangelios, que proclamó: “Derribó a los poderosos de su trono y elevó a los humildes” (Lucas 1,52) está muy lejos de la caricatura pasiva y recatada representada en algunas piadosas devociones marianas.
De todos los títulos de María, ninguno es más dinámico o profundo que kecharitomene, que las biblias católicas traducen como “llena de gracia”. Esta palabra única, acuñada por San Lucas en su Evangelio, no se encuentra en ningún otro lugar, ni en las Escrituras ni en la literatura griega de la época. ¡Una palabra única para una mujer única! Transmite el significado de que Dios ya había favorecido o agraciado a María, incluso antes de que el Ángel Gabriel la saludara. Es un adjetivo que denota un estado permanente del ser; una condición en el presente que es el resultado de una acción pasada. Encontramos en esta palabra el fundamento bíblico del dogma de la Inmaculada Concepción: María estuvo libre de pecado desde los primeros momentos de su existencia.
Este singular estado de gracia dio fruto en la Encarnación: Dios se hizo humano a través de María. En el Concilio de Éfeso en el año 431 d.C., la Iglesia confirió a María el sublime título de Theotokos, que significa “portadora de Dios” o en lenguaje contemporáneo, “Madre de Dios”.
Los cristianos, especialmente las mujeres y las madres, encuentran en María la fuerza para superar las dificultades. La Mater Dolorosa (Madre de los Dolores) consuela a los padres que trágicamente pierden a sus hijos y que, como ella, deben pararse al pie de la cruz y ver sufrir a sus hijos.
En años recientes, la investigación genética ha confirmado la emblemática cercanía continua entre una madre y su hijo. La ciencia médica ha descubierto un fenómeno llamado microquimerismo: tan temprano como la segunda semana de embarazo, se produce un flujo bidireccional de cromosomas entre una madre y su bebé por nacer. Tal vez no sea sorprendente que las células de una madre atraviesen la placenta para ingresar al torrente sanguíneo del feto. Pero sí es extraordinario que las células del feto atraviesen la placenta para entrar en el torrente sanguíneo de la madre. Incluso después de dar a luz, estas nuevas células permanecen en el sistema de la madre. Se ha encontrado que pueden tratar, o acaso curar, las alergias e incluso la artritis reumatoide en la madre.
Con razón las culturas cristianas a lo largo de la historia y en todo el mundo han encontrado en María una madre, llamándola por muchos títulos y nombres en nuestros propios idiomas. ¿Y no es eso también fiel a las Escrituras? “En adelante todas las generaciones me llamarán feliz” (Lucas 1,48).
Por lo tanto, porque fue mucho más que un vientre de alquiler para el Mesías, tenemos razón en venerar a María que, incluso hasta ahora, sigue siendo la Theotokos, “portadora de Dios” para nosotros y para el mundo.
Imagen destacada: En el cuadro titulado “Madona con el Niño y Ángeles” del artista italiano Giovanni Battista da Salvi da Sassoferrato (1609-1685), la Virgen María abraza tiernamente a Jesús. (Wikimedia Commons)