Cenando con sus doce apóstoles una noche antes de morir, Jesús tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio a ellos, diciendo: “Tomen y coman, esto es mi Cuerpo”. Luego tomó una copa de vino, la bendijo y se la dio, diciendo: “Beban todos de ella, porque esta es mi Sangre, … Hagan esto en memoria mía”.
Nosotros, los católicos, estamos tan familiarizados con estas palabras, que realmente ya no las escuchamos, y mucho menos apreciamos su significado más profundo. Ya no nos causan un shock, como seguramente les debió haber ocurrido a los discípulos. La ley de Moisés prohibía comer una comida sacrificial e ingerir sangre. Ingerir la sangre de un animal significaba que su vida permanecía dentro de ellos. Al dar sacramentalmente su carne para que sea comida en forma de pan, Jesús estableció una relación nueva y dinámica entre Dios y los discípulos, que se convierten en el cuerpo de Cristo. Del mismo modo, el vino consagrado empoderó a los discípulos de Jesús a vivir nuevas vidas bebiendo la Preciosa Sangre.
El Pan y el Vino provienen del trigo y las uvas, y su cultivo requiere tierra y tiempo. Dios había prometido a Abraham y Sara una nueva patria. El Pan y el Vino eran la prueba de que Dios cumplió esa promesa.
Para convertirse en pan, el grano primero debe caer en la tierra, morir, ser enterrado y con el tiempo elevarse a una nueva vida. El trigo se cosecha, se trilla, se muele en harina, se amasa, se hornea y finalmente se rompe y se comparte. Del mismo modo, el vino proviene de uvas cuyas parras requieren poda. El fruto es cosechado, triturado y fermentado. ¿Qué mejores símbolos del sufrimiento y los sacrificios que conducen al crecimiento y la transformación en nuestras vidas?
El pan y el vino son alimentos comunes que se encuentran en la mayoría de las comidas judías en el Medio Oriente. Pero Jesús eligió intencionalmente como la Última Cena la cena de la Pascua, uniendo su sufrimiento a la memoria de cuando Dios liberó a los israelitas de la esclavitud.
Para los judíos, la Pascua no es el recuerdo de un evento singular que tuvo lugar una vez, hace siglos. Su celebración hace que ese evento pasado esté presente hoy, como si los participantes en la comida estuvieran personalmente presentes en el Éxodo. Como dice el ritual de la Pascua, cada generación debe preguntarse: “¿Qué ha hecho el Señor por nosotros?” No ellos. Nosotros.
Nosotros debemos permitirnos estar presentes en esa Última Cena, y en el Calvario y en la tumba vacía. De una manera más precisa, la muerte y la resurrección de Jesús se nos hacen presentes en la Eucaristía.
Tal vez la clave para experimentar la plenitud del misterio de la Eucaristía radica en el mandato aparentemente simple: “Hagan esto en memoria mía”. Tengan en cuenta que la primera palabra es “hagan”, no “digan”. La Eucaristía—“esto”— es un conjunto completo y dinámico de acciones, incluyendo las palabras de la consagración: tomar, bendecir, partir el pan, beber el vino, compartir y consumir.
Hemos traducido la palabra griega anamnesis como “en memoria”. Esta traducción corre el riesgo de reducir la Eucaristía a un ejercicio mental. Pero ¿qué pasa si la entendemos no simplemente como recordar a Jesús, sino como rehacerlo? Es decir, en un sentido muy físico de que Jesús regresa a nosotros. Un rehacer significa un retorno concreto y real.
¡Y ahora viene la parte difícil! Mientras los eruditos y teólogos debaten los puntos finos, hacemos presente a Jesús no solo repitiendo las palabras de la consagración, sino realizándolas. Considera el Evangelio de San Juan, claramente el más eucarístico de los cuatro evangelios: no hay palabras de consagración en la Última Cena. En su lugar, tenemos la extraordinaria escena de Jesús lavando los pies de sus discípulos e imponiéndonos a que hagamos lo mismo. Para San Juan, el servicio humilde hace presente a Jesús aquí y ahora.
Mahatma Gandhi, observando a la multitud hambrienta de la humanidad, dijo: “Si Dios viniera a la tierra, Dios vendría en forma de pan”. A través de actos de servicio humilde, los cristianos del mundo, declararemos: “Dios ha venido”.
Imagen destacada: El Padre Maryknoll Edmund Cookson eleva la hostia mientras celebra una Misa en Puno, Perú, donde ministró al pueblo aimara durante más de 50 años. (Nile Sprague/Perú)