Como católico italoamericano, crecí con las historias de la Madre Francisca Javier Cabrini. Fue la primera ciudadana estadounidense en ser canonizada y es santa patrona de los inmigrantes. Mi madre, sin saberlo, implantó en mi corazón el deseo de convertirme en misionero cuando me leyó la biografía de la Madre Cabrini.
El Papa León XIII, reacio a aprobar el deseo de la Hermana Cabrini de formar una nueva orden misionera mundial, la confrontó con su discapacidad física: tres órdenes religiosas la habían rechazado por “debilidad física”. Ella respondió serena, pero firme: “Podemos servir a nuestra debilidad o podemos servir a nuestro propósito; no las dos cosas”.
La Madre Cabrini sufría de endocarditis crónica, una inflamación del revestimiento interno del corazón. Aun así, sobrevivió a su pronóstico terminal por tres décadas. También fundó la congregación internacional Hermanas Misioneras del Sagrado Corazón. Su orden abrió hospitales, orfanatos y escuelas desde Nueva York hasta Buenos Aires y Pekín, construyendo “un imperio de Esperanza”. ¿Su inspiración? El Sagrado Corazón de Jesús.
El Sagrado Corazón de Jesús aparece coronado de espinas, atravesado por una lanza. Isaías predijo que el Mesías sería traspasado, porque “por sus heridas fuimos sanados” (53,5). Tras su resurrección, Jesús mostró sus heridas a los incrédulos apóstoles, no solo para identificarse como el que fue crucificado tres días antes, sino también para sanarlos de sus dudas y temores.
Pero ¿por qué la noción aparentemente absurda de un salvador crucificado atrae a la gente?
Todos estamos heridos. De una forma u otra, cuando llegamos a la edad adulta, todos tenemos cicatrices emocionales, psicológicas, sociales y espirituales, si no físicas, que son huellas de nuestras batallas personales. Es el precio que pagamos por ser humanos.
Después de “Señor” y “Cristo”, el título más atribuido a Jesús por los cristianos es el de “Salvador”, del latín salus. El término connota no solo salvación sino también salud.
Aunque la traducción de salus como “salvación” transmite un sentido sobrenatural, su contraparte hebrea en el judaísmo, mejor traducida como “liberación”, tiene una dimensión tangible y con los pies en la tierra.
En los tiempos de Jesús, multitudes lo buscaban como sanador. Solo conocemos algunos de sus nombres e historias. Los Evangelios hablan de 10 leprosos en el camino, una mujer con hemorragia, la suegra de Pedro y el ciego en la piscina de Siloé. Amigos que hacen un agujero en el techo y bajan a su amigo enfermo para que Jesús lo sane.
En los Evangelios, la salvación incluye la sanación física, pero va más allá. Curar a los leprosos incluía quitarles no solo su desfiguración, sino también su estigma social y aislamiento. Sucedió con la sanación de la mujer con hemorragia. El poder de Jesús liberó al hombre poseído por una “legión” de demonios.
Sin embargo, en su ciudad natal de Nazaret, Jesús sólo pudo sanar a unas pocas personas “a causa de la falta de fe de esa gente” (Mateo 13,58). Esto hace que su curación del sirviente del centurión romano sea aún más polémica. Imagínense la conmoción de sus compatriotas cuando Jesús declaró de este opresor extranjero: “Les aseguro que no he encontrado a nadie en Israel que tenga tanta fe” (Mateo 8,10).
El nexo entre la fe, la salvación y la sanación se refuerza en la liturgia. Antes de recibir la Eucaristía, parafraseamos la respuesta del centurión: “Una palabra tuya bastará para sanarme”.
El mayor acto de sanación ocurrió en la crucifixión —no para un individuo o una nación, sino para toda la humanidad en toda época. Jesús es el salvador, sanador y liberador de la raza humana herida y quebrantada, porque él también fue herido y quebrantado. Su corazón perforado y sangrante atrae a aquellos que se sienten heridos, es decir, a todos.
La sabiduría de la Madre Cabrini sigue siendo cierta. Dios sana nuestras heridas uniéndolas al Sagrado Corazón de Jesús.
Así como las heridas de Jesús nos sanan, también nuestras heridas ayudan a sanar a otros. Una vez que se las entregamos a Cristo, él puede transformarlas en fuentes de sanación y misericordia.
Imagen destacada: La Hermana Francisca Javier Cabrini es retratada en un vitral en el santuario dedicado a la santa italoamericana en el barrio de Washington Heights de la Ciudad de Nueva York. (Gregory A Shemitz/E.E.U.U.)