Un misionero laico Maryknoll sirve en un ministerio carcelario en el país con la tasa más alta de encarcelamiento del mundo
Es miércoles. Robert “Bob” Cunningham se levanta temprano en Zaragoza, El Salvador, donde con su esposa Elizabeth “Liz” Cunningham sirven como misioneros laicos Maryknoll. Él parte hacia Ciudad Merliot, a 45 minutos de distancia.
A las 8:00 a.m. Bob se reúne con el Padre mercedario Jonathan Vásquez y otros voluntarios. Conducen por una hora hasta llegar a una cárcel juvenil, donde comparten la Eucaristía, comida y solidaridad con 180 presos adolescentes. “Llenamos la camioneta y rezamos para traer luz y esperanza a los muchachos”, dice Bob. “El amor existe en el centro penal para menores de Tonacatepeque”, añade. “Yo lo he visto”.
De izq. a dcha.: El Misionero Laico Maryknoll Bob Cunningham, Marta Elena Arévalo Barraza, Rubia del Carmen Benítez Brioso y el Padre mercedario Jonathan Vásquez son voluntarios en una cárcel juvenil en El Salvador. (Cortesía de Robert Cunningham/El Salvador)
A su llegada a El Salvador en el 2022, la pareja deseaba acompañar al Padre Maryknoll John Northrop en sus visitas a la prisión La Esperanza (también conocida como “Mariona”). En esa enorme y hacinada cárcel en la capital, el Padre Northrop escuchaba confesiones y celebraba Misa. “Socializábamos con los hombres, cantábamos en el coro y entregábamos comida”, dice Liz.
Pero el ministerio carcelario estaba a punto de cambiar drásticamente en el país centroamericano.
El Salvador había sufrido el flagelo de las pandillas por décadas. Después de una violenta racha de homicidios, en marzo del 2022 el presidente Nayib Bukele implementó un Régimen de Excepción que suspendió ciertos derechos constitucionales. Las fuerzas armadas empezaron a detener a cualquier persona sospechosa de tener asociación con las pandillas o de encubrirlas. La población carcelaria se triplicó.
A principios del otoño, las visitas de capellanía a La Esperanza se suspendieron justo cuando más se necesitaban. Las puertas de las prisiones del país se cerraron.
“¿Cuál es nuestro llamado?” se preguntaban Bob y Liz. Era una pregunta habitual.
Oriundo de Long Island, Nueva York —donde él y Liz se conocieron en la secundaria— Bob se unió al Cuerpo de Voluntarios Jesuitas tras la universidad. Su puesto lo llevó a una cárcel de condado en California.
Las instalaciones “olían y sonaban como un zoológico”, recuerda. “Después de prestar mi año de servicio, nunca más quería volver a pisar una cárcel de nuevo”.
Bob y Liz criaron a sus tres hijos en el área de Boston, donde él trabajaba para organizaciones sin fines de lucro y universidades. Sin embargo, no logró olvidar lo que presenció tras las rejas. “No pude sacarlo de mi corazón”, dice. “No podía vivir mi vida como si ese mundo no existiera”.
Él empezó a hacer voluntariado en un ministerio carcelario y poco después Liz se le unió. Bob se convirtió en director de la campaña de acercamiento de la prisión Concord e incluso recibió un premio del Departamento de Correcciones de Massachusetts.
“He estado involucrado en todo, desde capacitación a alternativas no violentas, hasta retiros y catequesis. El contenido es importante”, dice. “Pero nada se compara con la presencia de simplemente estar ahí”.
Durante su misión en El Salvador, una puerta se abrió a finales del año pasado. El Padre Vásquez, quien coordina una red de capellanes católicos en todo el país, convocó una reunión para voluntarios. Unas 20 personas se presentaron, entre ellos Bob.
Izq.: El Padre Jonathan Vásquez, el Misionero Laico Maryknoll Bob Cunningham (centro) y otros dos voluntarios sirven en una cárcel juvenil en El Salvador. (Cortesía de Robert Cunningham/El Salvador)
“Hay aproximadamente 93.000 privados de libertad en las cárceles”, dice el Padre Vásquez, cuya orden se fundó para cuidar de las personas en cautiverio. “Me quita el sueño que la gente piense que la Iglesia los ha abandonado”.
El Regimén de Excepción, explica, ha causado una “ruptura” en el acceso a las cárceles.
En el pasado, líderes pandilleros comandaban a sus miembros desde la cárcel. Bajo el protocolo actual, toda comunicación con el mundo exterior — visitas, llamadas telefónicas y conexión a internet — ha sido bloqueada. Las familias pasan meses sin saber nada de sus parientes encarcelados.
“Así como hacen muchas madres que no pueden entrar, que intentan comunicarse con sus hijos y no les dicen en donde están —si siguen vivos o no, si comen o no, si están enfermos o no— es lo mismo que estamos atravesando como Iglesia”, dice el Padre Vásquez.
“No hemos podido entrar a ninguna de las cárceles mayores”, dice el Padre Vásquez, “sólo de los menores”. Uno de esos sitios es el Centro Penal para Menores Tonacatepeque.
Al llegar los miércoles a la prisión, el equipo desocupa la camioneta. Los guardias inspeccionan los panes horneados donados por restaurantes y supermercados locales. Algunos de los jóvenes reclusos cargan los recipientes y el equipo de sonido a un área recreativa al aire libre, donde ayudan a instalar el altar. El Padre Vásquez ameniza la liturgia cantando y tocando guitarra.
La mayoría de los muchachos están entre los 15 a 17 años. Con camisetas blancas, pantalones cortos y zapatos, se sientan en el suelo. “Muchos de ellos han tenido historias difíciles que los han llevado a lugares como estos”, dice el Padre Vásquez. Cada caso es diferente, pero lo que los muchachos tienen en común es que vienen de familias fragmentadas que viven en la pobreza. Algunos padres incluso están en prisión.
En sus vecindarios, continúa el sacerdote, unirse a las maras es una gran tentación: “Les dan pertenencia. Les dan seguridad”.
Liz menciona que el ministerio de tiempo completo de la pareja en Zaragoza ofrece alternativas a niños y jóvenes vulnerables. El centro comunitario El Patronato Lidia Coggiola provee tutoría, programas, actividades y becas. En contraste, los muchachos de Tonacatepeque tienen “escaso o nulo apoyo fuera de la cárcel”, dice Bob. “Todo el apoyo venía de las pandillas”.
Los Cunningham exhiben coloridas ilustraciones realizadas por los niños en su ministerio de tiempo completo en el centro comunitario El Patronato Lidia Coggiola en Zaragoza, El Salvador. (Octavio Durán/El Salvador)
Su esperanza, dice el misionero laico, es que cuando los muchachos salgan de Tonacatepeque, su experiencia en la Misa de los miércoles los lleve a buscar “una familia o comunidad en la iglesia, en la fe”. Quince reclusos han expresado interés en prepararse para los sacramentos.
Puede que los muchachos no entiendan los rituales o las oraciones, dice Bob, pero en algún momento, no importa qué tan fugaz sea, todos han conocido el amor en sus vidas. Los visitantes intentan conectarlos con ese sentimiento. “Han conocido el sufrimiento; están sufriendo”, dice Bob. “Pero se alivia de alguna manera con ese poder salvador del amor”.
Después de la Misa, los voluntarios bromean y conversan con los reclusos y algunos de los muchachos bajan la guardia. “Hay una oportunidad de intercambio”, dice Bob. “Son pequeñas pero significativas interacciones con el tiempo, pero uno no sabe adónde puedan llevar”.
“Es sólo un granito de arena”, dice el Padre Vásquez. El mensaje real, continúa, es sencillo: “Aquí estamos con ustedes. No los abandonamos”.
Los muchachos extienden sus camisetas para que los visitantes pongan los panes dulces, pasteles y tajadas de tostadas francesas. Es un poco desordenado, dice Bob y añade: “Pero las vidas de las personas son desordenadas”.
Las reglas de la prisión les prohíben dejarles nada más a los muchachos, ni siquiera una estampita sagrada.
Un miércoles reciente, el equipo recibió una noticia desconcertadora. Más de la mitad de los 420 reclusos habían sido transferidos a otra instalación. Unicamente de 30 a 45 reclusos podrán asistir a Misa.
“Cada uno de ellos es importante, un hijo de Dios”, dice Bob. “La esperanza se encuentra en pequeños actos de humanidad y compasión y en la alegría de conectar con la gente. Espero que el llamado del Papa Francisco a ser peregrinos por la esperanza penetre en los lugares más sombríos”.
Imagen destacada: Un grupo de hombres sospechosos de pertenecer a las maras, pandillas salvadoreñas, son escoltados por la policía en San Salvador, El Salvador. (CNS/José Cabezas/El Salvador)