Al despertar un día de Navidad, recordé una sagrada experiencia que tuve en Sudáfrica. Al entrar a un orfanato, donde pasaba mi tiempo libre, escuché a un niño llorar al fondo de un dormitorio. Fui a verlo. Estaba acostado, volteado hacia la pared. Mi corazón entristeció.
Lo levanté cuidadosamente y sentí que su cuerpo estaba frío y rígido. Lo sostuve en mis brazos, mirando al centro de la habitación. Al principio, me miró con ojos curiosos. Le canté en voz baja, mientras mis dedos acariciaban suavemente sus puños, para que los abra. Lentamente, sus músculos comenzaron a relajarse. De pronto, quedó dormido con una sonrisa en su rostro. Permanecí así un rato. contemplando el nacimiento de Jesús. Luego, él despertó y mirándome con sus ojos brillantes me dio una sonrisa. Cuando me preguntaron cómo conseguí que dejara de llorar, expliqué que él solo quería sentir que era aceptado y bienvenido a su mundo. Lo devolví a su cama, esta vez mirando hacia los otros niños. Entonces, fue un niño feliz.
Lucille Malaney

Durante una reunión reciente con las mujeres en el centro Jardín de Esperanza en la ciudad de Bayeux, en el noreste de Brasil, doña Cleide llegó tarde y comenzó a saludar a algunas de las 30 mujeres de nuestra clase de salud mental. Gentilmente le recordé al grupo que la manera de saludar a las personas es una parte hermosa de la cultura brasileña, pero que tal vez podríamos dejar esos momentos para el final de la actividad para que no perdamos la concentración. Media hora después, un camión se detuvo al frente del edificio. Después de unos bocinazos persistentes, una de las líderes abandonó la clase en silencio para ver de qué se trataba. Siguiendo mi propia sugerencia, continué nuestra conversación a pesar de que sentí mucha actividad en el piso de abajo. Para el deleite de todas, la “interrupción” fue la llegada de una donación de papayas que ¡todas disfrutamos!
Kathleen Bond, MKLM

Era una noche fría de invierno, mientras visitaba a otras Hermanas Maryknoll en Cochabamba, Bolivia, cuando nuestra vieja camioneta sin calefacción se detuvo en un semáforo. Vi a un niño de unos 4 ó 5 años de edad corriendo entre los autos. Estiraba sus manos, esperando en vano que alguien le diera una moneda. Llegó a una vereda y se sentó, exhausto. La luz cambió y tuvimos que avanzar en el tráfico, pero no pude sacar la imagen de este niño de mis pensamientos. ¿Tendrá padres? ¿Dónde están? ¿Dónde dormirá esta noche? No sé las respuestas. Puede que nunca lo vuelva a ver. Sin embargo, rezo por él. Para mí, es el Niño Jesús. ¡Emmanuel!
MaryLou Ann Rajdl, M.M.

Aveces es importante darse cuenta del valor de nuestra presencia en la vida de los demás. Mientras visitaba una clínica en Malakal, Sudán del Sur, noté que uno de los pacientes, un niño de unos 5 años de edad, esperaba, junto a su madre, al doctor. Tenía una dolorosa infección en el oído y necesitaba tratamiento. Paré para saludarlo, nos dimos un apretón de manos y luego le di una bendición.
Más tarde, el padre del niño se acercó para hablar conmigo. Tenía muchas ganas de contarme lo que le había dicho su hijo sobre nuestro encuentro. “Mi hijo dijo: ‘Estoy muy feliz hoy'”, me dijo el papá. “Cuando le pregunté el porqué, él dijo: ‘porque ese sacerdote vino a visitarme hoy'”. El padre del niño sólo quería darme las gracias.
Quedé asombrado de cómo un pequeño gesto significó tanto.
Michael Bassano, M.M.