Una voluntaria habla con un hombre indigente en Vancouver, Canadá. (CNS/Canadá)
Gente cotidiana muestra amor de Dios
La Carta a los Hebreos (13, 2) nos exhorta a “practicar la hospitalidad, ya que gracias a ella, algunos, sin saberlo, hospedaron a los ángeles”. Ciertamente, si consideráramos a otras personas como ángeles disfrazados, nuestro mundo sería mucho más civilizado. Nuestra iglesia correctamente celebra a los santos de épocas pasadas, pero ¿qué pasa con los santos que viven entre nosotros en este momento? Personas cuyas palabras, acciones y vidas, reflejan la misericordia de Dios con las personas que les rodean.
¿Podríamos reconocer a estos santos? A diferencia de lo que vemos en las imágenes de santos y en las vidrieras, los santos vivientes no tienen halos o luz alrededor de sus cabezas, no levitan, no tienen estigmas. Por lo general, estos ángeles se ven como gente común, pero revelan a Dios en el diario vivir y de maneras muy comunes.
Una leyenda habla de un monasterio con problemas, donde el chisme, los celos, y la envidia estaban desgarrando a la comunidad en partes. En su desesperación, el abad le preguntó a un ermitaño anciano, conocido por su sabiduría, si podría visitarlo y ofrecerle algunos consejos para resolver esos conflictos. El ermitaño accedió a quedarse con ellos una semana en silencio. Después de siete días, el abad le pidió su evaluación. El ermitaño sonrió y susurró: “El Mesías vive entre vosotros”. Sorprendido, por decir lo menos, el abad transmitió el mensaje a los monjes. Inmediatamente el ambiente mejoró pues todos se trataban entre sí con deferencia y respeto debido a la posibilidad de que esa persona podría ser el Mesías encubierto.
Historias de ángeles sin saberlo, santos desconocidos, y justos ocultos entre nosotros, me inspiraron a echar otro vistazo a las personas que me rodean. Uno de ellos, un agnóstico, casi ateo, se separó de nuestro grupo de amigos que caminaba en Manhattan un caluroso día de julio para darle una botella de agua fría a un hombre sentado en una acera con los pies llenos de ampollas. Nosotros, los de tipo sacerdotal, envueltos en nuestra conversación, ni siquiera nos dimos cuenta del hombre.
En otra ocasión, cuando me iba de Corea, le dije al agente de aduanas que dejaba atrás a muchos amigos. Él cerró la ventana y me acompañó a la puerta, diciendo: “Representaré a tus amigos”.
Y otra vez, vi que una persona en la fila de una tienda de abarrotes pagó la factura del cliente que se encontraba delante, porque se había olvidado su billetera en casa. Estos simples actos de bondad y cortesía no solo hacen nuestras vidas más agradables y humanas, sino también más bendecidas.
¿No es ese vecino un santo cuando se ofrece de voluntario una vez por semana para cuidar a un paciente anciano de Alzheimer para que el cónyuge puede tomar un día de descanso? Sin duda, es un ángel el automovilista que renuncia a un café Starbucks semanal para donar el dinero a un veterano sin hogar que pide limosna en la esquina todos los días. También lo es el niño de cinco años que donó sus juguetes favoritos a dos niños que perdieron su casa en un incendio.
En su relato del juicio final, Jesús hace que el justo y el condenado se hagan la misma pregunta: “Señor, ¿cuándo te vimos…?” (Mateo 25, 37. 44). Del mismo modo Juan Bautista dijo a la multitud: “en medio de ustedes hay alguien al que ustedes no conocen” (Juan 1, 26).
Cuando miremos a las personas que nos rodean en busca de señales de santidad, esforcémonos también para ser santos y ángeles el uno para el otro.