Padre Maryknoll sirve a personas desplazadas en un campamento de la ONU.
Para miles de personas desplazadas que han encontrado refugio dentro de una base de las Naciones Unidas en Malakal, una ciudad de Sudán del Sur devastada por la guerra, encontrar comida, agua y medicinas es una lucha diaria. Encontrar esperanza es aún más difícil. Para eso, muchos de ellos buscan al Padre Maryknoll Michael Bassano.
El misionero de Binghamton, Nueva York, dice que su parroquia es un laberinto apretado de chozas construidas con restos de madera y láminas de lata y llenas de gente que se esconde de la guerra.
“En Maryknoll, creemos que debemos estar con personas en los márgenes, y no hay nada más marginal que esto”, dice. “Estoy enamorado de la gente de aquí”.
El campamento, que hoy alberga a unas 35.000 personas desplazadas, se formó en el 2014 cuando el conflicto político en la capital del país avivó las persistentes tensiones étnicas que culminaron en una guerra abierta. En Malakal, miembros de las tribus Shilluk, Nuer y Dinka que se sintieron amenazados corrieron a la base de la ONU. Acosados por los fantasmas del genocidio de Ruanda en 1994 que enfrentó a los grupos étnicos, los funcionarios de la ONU acogieron a las personas que huyeron.
El padre Bassano llevaba sólo dos meses en Malakal cuando estalló la guerra. Él dejó Tanzania para unirse a Solidaridad con Sudán del Sur, una comunidad internacional de grupos católicos que apoyan a maestros, trabajadores de la salud y agentes pastorales en el país. Él vivió en una escuela de formación de profesores en Malakal, estaba aprendiendo árabe, visitaba hospitales y trabajaba en una parroquia local. Cuando comenzaron los tiroteos, el padre Bassano se agachó en el piso de un baño, la habitación mejor protegida de la casa, donde por seguridad también se escondieron tres hermanas católicas. Después de cuatro días de permanecer ocultos, el sacerdote y las hermanas se abrieron paso entre vehículos quemados y cuerpos acribillados a balazos hasta llegar a la base de la ONU.
Niños juegan sobre una zanja de drenaje. Los residentes están protegidos por tropas de mantenimiento de la paz de la ONU. (Paul Jeffrey/Sudán del Sur)
El padre Bassano fue evacuado, pero su corazón permaneció en Malakal. Después de meses de enfrentamientos violentos, él finalmente pudo regresar. “Todos los sacerdotes de Malakal se habían ido, por lo que la gente se sentía abandonada y olvidada. Yo decidí quedarme con ellos”, dice. No era seguro regresar a la ciudad y la escuela de formación estaba en ruinas. Entonces, el padre Bassano vivió con las personas desplazadas que habían establecido un hogar en la base de la ONU.
“No hablaba mucho árabe, pero algunos entendían inglés. Me quedé con ellos para mostrarles que yo, como un misionero Maryknoll, quería acompañarlos en su caminar”, dice él. “Y ellos respondieron. Organizaron un grupo juvenil, grupos de danza y teatro, y los catequistas y la Legión de María se pusieron manos a la obra. Y en cada uno de estos grupos, presioné para incluir a miembros de cada grupo étnico del campamento”.
El padre Bassano convenció a los funcionarios de la ONU para que les dieran una pequeña parcela de tierra, donde comenzaron a reunirse bajo una lona de plástico para celebrar la misa. En 2015 obtuvieron un lote más grande y construyeron un edificio con láminas de techo de metal. El misionero lo llama la “caja de hojalata” porque, dice, es casi intolerable en la temporada de calor.
El padre Bassano recibe la ofrenda mientras celebra la misa en una capilla improvisada de madera de desecho y hojalata ondulada, reuniendo a los residentes shilluk, nuer y dinka.(Paul Jeffrey/Sudán del Sur)
Él admite que cuando estuvo en el seminario sus clases no incluyeron cómo ser sacerdote en un campamento de desplazados. Por eso, invoca la creencia de San Daniel Comboni de que la misión te enseñará qué hacer y cómo hacerlo. “Estar en el campamento me ha demostrado que, si podemos unirnos, todos los diferentes grupos étnicos, si podemos ser verdaderamente católicos con una c minúscula, entonces podemos encontrar un camino hacia la paz, no solo para las personas en el campamento sino para todos en Sudán del Sur”, dice él.
Encontrar ese camino no ha sido fácil. En 2016, soldados del gobierno invadieron el campamento y hombres armados de la etnia dinka incendiaron más de un tercio del campamento. Murieron al menos 30 personas.
Como consecuencia del ataque, los residentes del campamento que eran dinka regresaron al pueblo. Casi al mismo tiempo, el gobierno comenzó a transportar a familias dinka de otras áreas a Malakal. Se instalaron en las casas de los desplazados shilluk y nuer que vivían en el campamento.
El padre Bassano habla con mujeres dentro del área de Protección de Civiles en la base de la ONU en Malakal, Sudán del Sur, la cual alberga a cerca de 35.000 personas desplazadas. (Paul Jeffrey/Sudán del Sur)
Varias semanas después, el padre Bassano propuso que los católicos del campamento fueran al pueblo para celebrar la misa. “Hubo mucha resistencia. Me dijeron que si iba a la ciudad, era porque amaba a esas personas más que a ellos”, dice. “Pero cada vez que nos reuníamos para el culto en el campamento, les recordaba que somos una familia de Dios. Si somos verdaderamente católicos, tenemos que acercarnos a nuestros hermanos y hermanas en la ciudad”.
Finalmente, un pequeño grupo fue al pueblo, donde el padre Bassano celebró la misa con los dinka. “Eso inició una abertura muy pequeña a la reconciliación, a pesar del conflicto en curso”, dice el misionero.
“He aprendido a ser paciente, a moverme con la gente, a ver lo que sienten y piensan y, sin embargo, a animarlos a que, como verdaderos creyentes, debemos dejar nuestras divisiones a un lado”, dice. “Aprendí que cuando simplemente estamos presentes con la gente, con el ejemplo de nuestras vidas y nuestra fe, al mostrar nuestra preocupación por los demás, entonces sucede algo”.
Rhoda James Tiga, una mujer dinka que vive en el campamento y trabaja para la ONU, dice que el padre Bassano ayuda a las personas a comprender lo que significa ser católico.
“Hay peleas afuera–dinka contra shilluk, shilluk contra dinka, y lo mismo con los nuer–pero dentro de la iglesia, todos rezamos juntos”, dice. “Gracias al padre Michael, podemos unirnos bajo la Iglesia Católica”.
Estas dos niñas que viven en el campamento, aparecen vendiendo frutas. Ellas, junto a sus familiares, fueron desplazadas de sus hogares tras el estallido de la guerra civil en el 2013. (Paul Jeffrey/Sudán del Sur)
Miembros de un grupo de danza practican para participar en la misa dominical en el campamento. (Paul Jeffrey/Sudán del Sur)
Según Sergey Chumakov, un oficial de protección ucraniano del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, el padre Bassano se ha convertido en un actor clave dentro del campamento. “Hay un gran respeto hacia él. La gente lo escucha”, dice Chumakov. “Ven en él que Sudán del Sur no está olvidado”.
El Padre Earnest Aduok, un shilluk, quien es párroco de la Catedral de San José en el pueblo, añade, “Todos los demás sacerdotes que estaban aquí en Malakal fueron ahuyentados. Que el padre Mike se quede en el campamento ha sido una señal de esperanza”.
Hoy, a raíz de un tambaleante alto al fuego del 2018, el único campamento que permanece bajo el control de la ONU está en Malakal.
“Mi esperanza es que la gente del campamento pueda regresar a casa pronto”, dice el padre Bassano. “Sigo animándolos a no perder la esperanza. Puede llevar cinco, 10 o 15 años, pero lo lograremos. Y los acompañaré en ese viaje tanto como pueda”.
Imagen destacada: El Padre Maryknoll Michael Bassano, miembro de la red Solidaridad con Sudán del Sur, camina por la base de la ONU en Malakal, donde vive y sirve. (Paul Jeffrey/Sudán del Sur)