Por Kathy McNeely, MKLM
Fiesta de la exaltación de la santa Cruz
14 de septiembre del 2025
Núm. b-9, Filip. 2:6-11, Juan 3:13-17
Todos tenemos nuestras historias. Estas historias están moldeadas por nuestra experiencia cultural, lo que nos enseñan nuestros padres y la forma en que elegimos responder al mundo que nos rodea. Mientras vivía y trabajaba en Guatemala con el pueblo indígena Q’eqchi’, las historias que escuché las recordé al leer las lecturas de esta semana para la celebración de la Exaltación de la Santa Cruz.
Las Escrituras de esta semana pintan una imagen de lo poderosas que pueden ser las historias, no solo las historias individuales, sino las historias que abarca toda una cultura. En la lectura del Libro de Números conocemos la historia que los israelitas se contaban mientras vagaban por el desierto. Era una historia desesperanzada, llena de fatalidad y desesperación. Habían olvidado lo horrible que era su vida como esclavos y exigían más comodidades. Se quejaban con Moisés incluso del maná que Dios les daba para sobrevivir: “¿Para qué nos sacaste de Egipto? ¿Para qué muriéramos en el desierto? No tenemos pan ni agua y ya estamos hastiados de esta miserable comida”. A medida que aumentaba la expresión de su miseria, también lo hacían sus problemas: serpientes venenosas mordían a la gente ocasionándoles la muerte. A través de Moisés, Dios invita al pueblo a cambiar su historia de miseria por una de gratitud y al hacerlo son capaces de superar sus dificultades en el desierto.
Cuando trabajaba en San Luis, conocí a Norman, que vivía con su esposa Dalia y sus tres hijos en el barrio adyacente al mío. Norman me pidió que fuera a su casa el día en que nació su hija Daisy. Dalia nunca había tardado tanto en dar a luz a sus otros hijos. Le preocupaba que tuviéramos que ir corriendo a la clínica y quería que yo y el vehículo que conducía estuviéramos cerca. Mientras esperábamos, Norman le dio un poco de dinero a su hijo de seis años y le pidió que fuera a comprar pan. Cuando su hijo se marchó, Norman dijo con orgullo: “Es un niño inteligente. Ya verás, volverá con pan”. Luego Norman me contó que él nunca había sido muy inteligente. Dijo que cuando era niño, su madre le daba dinero para que fuera a la tienda a comprar un carrete de hilo, pero él iba y volvía sin nada porque se olvidaba de lo que su madre le había dicho que comprara.
Esta era la historia de Norman: una historia de fracaso que indicaba que él simplemente no estaba a la altura de las expectativas de los demás. Su historia era muy diferente de mi experiencia con él. En la vida comunitaria, siempre aportaba ideas positivas que ayudaban a la gente a tomar decisiones, pero como Norman no creía realmente en sí mismo, precedía esas ideas con “algunos dicen…” o alguna otra indicación de que la idea que aportaba no era suya. De esta manera, reforzaba constantemente su idea interna de que no era inteligente y que sus pensamientos no importaban.
En ese sentido, Norman no era diferente a muchos guatemaltecos que, tras décadas de opresión, simplemente no creían en sí mismos como individuos. Sin embargo, al reflexionar sobre mi experiencia de vivir y trabajar en Guatemala, esta historia individual se transforma cuando una comunidad decide actuar conjuntamente. En este sentido, una expresión de la antigua historia de la creación maya, el Popol Vuh, da voz a la idea: “Que todos se levanten… que no haya un grupo, ni dos grupos de entre nosotros que se quede atrás de los demás”.
A mediados de la década de 1990 se firmaron los acuerdos de paz de Guatemala y los refugiados comenzaron a regresar de México para reconstruir sus vidas. Recuerdo lo desolador del entorno cuando un grupo de nosotros entramos en el campamento. Había lonas de plástico por todas partes; algunos hombres trabajaban juntos para cortar leña y las mujeres hacían cola para recoger agua de uno de los dos pozos recién construidos. El suelo estaba embarrado por las primeras lluvias de primavera. Cuando hablamos con Eduardo, uno de los líderes de la comunidad, se mostró muy animado. Nos habló de su traslado desde México y de cómo habían formado comités para construir, plantar y ayudarse mutuamente a instalarse en sus nuevos hogares. Se irguió en su banco mientras hablaba con la gran esperanza de que esta comunidad de refugiados se uniera aún más en el futuro.
Luego le preguntamos a Eduardo sobre las circunstancias por las que salió de Guatemala, cuando huyó a México. Inmediatamente, su actitud cambió. Sus hombros se encogieron, su voz se volvió baja y taciturna y se quebró mientras él contenía su llanto. Habló de una redada del ejército en su pueblo. Era solo un niño de nueve años y huyó con su madre y su hermana. Dejaron atrás familiares, animales y posesiones. Él oía los gritos y veía las llamas saliendo de los tejados de las casas del pueblo cuando miraba hacia atrás desde el oscuro bosque donde se escondían. A pesar de querer quedarse mirando, los adultos lo presionaron para que siguiera adelante.
La historia de la masacre que provocó la huida de Eduardo es una historia de crucifixión. Los sentimientos que brotaron en Eduardo mientras hablaba podrían compararse con los que experimentaron los seguidores de Jesús cuando fue crucificado. Ellos, después de vivir el sufrimiento y el horror que experimentó su querido amigo, debieron preguntarse cómo seguirían adelante. Sin embargo, lo hicieron, y ahí radica el misterio de cómo una historia de crucifixión devastadora y paralizante se convierte en “el triunfo de la santa cruz”.
De alguna manera, rodeado de una comunidad de sobrevivientes, Eduardo, al igual que los seguidores de Jesús, pudo darle la vuelta a su historia. ¡La destrucción y la muerte no tuvieron la última palabra! Con el compromiso de volver a Guatemala y reconstruir sus vidas, la historia de Dios de compasión y desagravios ahora podía ser la suya. Ahora contaba una historia de resurrección y nuevos comienzos.
En un mundo que clama con signos de destrucción y derrota, se nos desafía a ver el gran cambio que se ofrece en la cruz. Jesús “se anonadó a sí mismo tomando la condición de siervo… Así, hecho uno de ellos, se humilló a sí mismo y por obediencia aceptó incluso la muerte, y una muerte de cruz”. Pero su muerte no fue el final de la historia. Es solo el comienzo de una historia de vida eterna para aquellos que decidieron acogerla.
Salgamos esta semana y contemos nuevas historias, historias que abarquen el pasado, pero que no nos mantengan allí; historias que prometan una nueva vida y nos inviten a crear un futuro lleno de esperanza y posibilidades revitalizantes.
Kathy McNeely es actualmente una nutricionista radicada en el Distrito de Columbia que trabajó como misionera laica de Maryknoll en Guatemala y también trabajó durante muchos años en la Oficina de Maryknoll para Asuntos Globales.
Para leer otras reflexiones bíblicas publicadas por la Oficina de Asuntos Globales de Maryknoll, haga clic aquí.
Imagen destacada: Una cruz con vista a la ciudad de Antigua, Guatemala. (Codyvanscyok, Pixabay/Guatemala)