Discípulo misionero Maryknoll reflexiona sobre su historia de migración y servicio
Mientras estudiaba derecho en la Universidad de San Carlos en mi país natal de Guatemala, un día de exámenes finales recibimos una alerta de evacuar el edificio porque había una amenaza de bomba. Todos salimos del inmueble consternados. Días después, diez dirigentes estudiantiles fueron secuestrados. Cinco fueron asesinados y los otros se reportaron desaparecidos y nunca más se supo de ellos. Estos sucesos que ocurrieron en agosto y septiembre de 1989, se sumaron a la ola de secuestros y asesinatos de estudiantes universitarios.
Los estudiantes fueron algunos de los 200.000 muertos que dejó la guerra civil de 36 años en Guatemala. De 1960 a 1996, las fuerzas armadas del gobierno se enfrentaron a grupos subversivos guerrilleros causando graves violaciones a los derechos humanos.
El gobierno atribuyó los asesinatos de los estudiantes a las fuerzas subversivas. Posteriormente, informes internacionales indicaron que muchos estudiantes fueron víctimas de un operativo militar.
Durante este tiempo, la situación en la Ciudad de Guatemala se volvió aún más tensa. El gobierno declaró toque de queda; nadie podía salir a la calle después de las seis de la tarde. Se canceló el ciclo escolar y se prohibieron las reuniones públicas. Por la noche, los soldados patrullaban las calles. Si encontraban a alguien, podían arrestarlo y obligarlo a alistarse al ejército. Los grupos subversivos presionaban a los jóvenes para que se unieran a su causa.
En las zonas rurales del país, donde se iniciaron los primeros conflictos, la violencia se volvió insostenible. Muchas comunidades indígenas quedaron atrapadas. Se cometieron graves violaciones de los derechos humanos, torturas y asesinatos, y exterminaron comunidades enteras de aldeanos.
Me encontré en un callejón sin salida, a pesar de haber nacido en el país de la eterna primavera. Protegida por una cadena de impresionantes volcanes, con densas selvas y hermosos lagos y ríos que pintan el paisaje, Guatemala está llena de vida. Reconocido como uno de los 20 países más diversos del mundo, es el hogar de gran parte de la biodiversidad del planeta. En esta nación multicultural se hablan 22 idiomas, incluyendo el maya, garífuna y xinca.
En 2008, Leonel Yoque fue ordenado diácono permanente de la Arquidiócesis de Los Ángeles, California. Él recibió el Sacramento del Orden por el Cardenal Roger Michael Mahony. (Cortesía de Leonel Yoque/EE. UU.)
Viví una hermosa infancia en Guatemala junto a mis padres y dos hermanas. Tuve muchos modelos de servicio de mis familiares. Mi abuela Gabina era muy activa en la parroquia, y como rezadora del barrio acompañaba a las familias cuando perdían a un ser querido. Me encantaban los deportes, y mi sueño era ser futbolista profesional. También consideré una carrera en derecho. Tuve la suerte de que mis padres me apoyaran para estudiar en una prestigiosa universidad.
Sin embargo, en medio de la violencia sentía que mis sueños de convertirme en abogado y futbolista estaban truncados. La única opción fue salir de Guatemala. Ahora entiendo por qué se habla de “migración forzada”: cuando alguien no quiere dejar su hogar, pero siente que no tiene otra opción.
Emprendí un recorrido de 20 días por vía terrestre hasta llegar a Estados Unidos. Recuerdo que crucé un cerro caminando toda la noche hasta un pueblo cercano a la frontera en San Diego, California. Gracias a Dios llegué sano y salvo.
Adaptarme a Estados Unidos fue otro desafío, ya que no hablaba inglés y no estaba familiarizado con el estilo de vida. Tuve que trabajar arduamente para sobrevivir. Recuerdo mi primer trabajo como jardinero, era un verano caluroso y no tenía experiencia laboral. Llegaba a casa exhausto y me levantaba con dolor muscular. Pero tenía que seguir trabajando para mantenerme y enviar dinero a mis padres en Guatemala, ya que la situación en mi país no mejoraba.
El dueño del negocio de jardinería me convenció de que asistiera a clases para aprender inglés. Un día, a la hora del almuerzo, me dijo: “Te buscaré trabajo en un restaurante por las tardes para que puedas estudiar en las mañanas”. Estaba muy emocionado de volver a estudiar. Al aprender inglés, podría obtener mejores oportunidades.
Yoque distribuye la Comunión a una participante de un congreso regional organizado por la Arquidiócesis de Los Ángeles en 2017 en la Academia Santa María de Inglewood, California. (Nelson Bracamonte/EE. UU.)
Con la esperanza de regresar a mi país, al principio pensé que me quedaría en Estados Unidos por poco tiempo. Y aunque se firmó un acuerdo de paz en 1996, la violencia no había cesado por completo.
Solicité asilo en Estados Unidos. Me otorgaron un permiso de trabajo y licencia para conducir, pero no podía viajar a mi país. Durante 18 años, no pude regresar a Guatemala ni ver a mi familia. En esos años, mi abuela Gabina y otros familiares fallecieron. Hubo bodas, cumpleaños y otros momentos especiales que me perdí.
Con una mochila llena de ideales y mucha fe fui superando muchos desafíos en Estados Unidos hasta alcanzar mis sueños. Dios me guio con un claro propósito. Tenía una misión. Cuando tenía 25 años empecé a servir en la Iglesia Santa Cruz en Los Ángeles. En esta comunidad pude profundizar mi fe que se me había inculcado en mi niñez. Siguiendo esos ejemplos de fe, siempre me vi como una persona que quería servir a los demás. Cuando surgió la invitación para estudiar para ser diácono, lo acepté.
En retrospectiva, mi camino ha estado lleno de desafíos, sacrificios y esperanza.
Luego de esperar por años sin recibir ninguna aprobación por asilo, solicité un estatus bajo una nueva ley para ayudar a centroamericanos llamada NACARA 203. Apliqué y recibí la residencia permanente y posteriormente la ciudadanía americana. En 2008, regresé a Guatemala. Fue muy emotivo regresar a casa, mi corazón estaba lleno de regocijo y también de tristeza por el tiempo y las personas que había perdido.
Ordenado como diácono permanente para la Arquidiócesis de Los Ángeles, completé una maestría en teología pastoral. Trabajé con organizaciones sin fines de lucro que velaban por el bienestar de las comunidades desatendidas en Los Ángeles, hasta que surgió la oportunidad de ejercer un ministerio misionero con los Padres y Hermanos Maryknoll.
Los viajes de inmersión misionera a Guatemala incluyen una visita al centro vecinal Caminando por la Paz, fundado por un sacerdote Maryknoll y dirigido por afiliados Maryknoll. (Cortesía de Leonel Yoque/Guatemala)
Desde hace 16 años he servido como discípulo misionero Maryknoll. Cada año, dirijo viajes de inmersión misionera a varios países, incluido Guatemala, donde personas de Estados Unidos pueden experimentar este hermoso país de primera mano, conectar con su gente y enriquecerse con su fe y cultura, a la vez que conocen sus desafíos y luchas diarias.
Para mí, cada viaje me permite sanar las cicatrices emocionales de haber salido de Guatemala en la adolescencia. Por eso, y por su presencia constante en mi vida, estoy eternamente agradecido con Dios.
Al reflexionar sobre mi trayectoria, me doy cuenta de que los migrantes no somos solo números; somos personas con sueños, con familias y con la esperanza de un futuro mejor. Me siento agradecido por las oportunidades que he tenido en Estados Unidos y la posibilidad de reconectarme con mi tierra natal. Pero también conozco a muchos otros que no han tenido las mismas oportunidades y que aún viven en las sombras. Pido a Dios que los sueños de nuestros hermanos migrantes también se hagan realidad.
Imagen destacada: El diácono Leonel Yoque, quien trabaja para el Ministerio de Formación Misionera de los Padres y Hermanos Maryknoll, entrega un premio a Sophia Tejwani, ganadora del Concurso de Ensayos Estudiantiles Maryknoll, en Thousand Oaks, California. (Cortesía de Leonel Yoque/EE. UU.)