Por Claris E. Zwareva, M.M.
Domingo, 28 de mayo, 2023
Hch 2:1-11 | 1 Cor 12:3b-7, 12-13 | Jn 20:19-23
Hoy celebramos la fiesta de Pentecostés: el cumplimiento de la promesa de Jesús de la venida del Espíritu Santo después de su ascensión. A la edad de 12 años, Jesús les dijo a los doctores de la ley que la profecía de Isaías se había cumplido en él.
“El espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Él me envió a llevar la buena noticia a los pobres, a vendar los corazones heridos, a proclamar la liberación a los cautivos y la libertad a los prisioneros”, (Isa. 61:1 NRSV).
Este es el mismo espíritu que descendió sobre los discípulos durante el día de Pentecostés, 50 días después de la Pascua.
Hoy la iglesia conmemora el legado de Jesús para nosotros, sus miembros. En este día también, muchas iglesias celebran el sacramento de la confirmación, la renovación del compromiso de nuestra fe en Jesucristo y en su misión. La lectura de hoy de los Hechos de los Apóstoles cuenta la dramática llegada del Espíritu Santo a las vidas de un pueblo que había estado esperando y rezando por el cumplimiento de la promesa de Jesús. Este momento carismático inicia con el Espíritu Santo irrumpiendo en la habitación, semejante a una ráfaga de viento, propagando lenguas como de fuego a los presentes que empiezan a hablar en lenguas comprensibles a todos los demás. Hay energía y hay vida. Sin embargo, el mundo sobre el cual mis pies están plantados presenta una imagen contraria a esa, sombría, casi como un eclipse de lo vivo. Esa es la experiencia de la gente real, con problemas reales, que añora el regreso liberador del Espíritu Santo de Jesús.
En el 2015 compartí una reflexión en la sección de noticias de la Oficina de Asuntos Globales Maryknoll acerca de las adversidades de la gente de Zimbabue. La foto destacada muestra a mi sobrina cargando un balde de agua de un pozo hacia la casa. En esa foto, ella sonríe serenamente. Sin embargo, en lo profundo de su corazón, ella entiende el valor de cada gota de agua que lleva y de cómo cada gota es fuente de vida. En aquel entonces, ella era estudiante de la Universidad de Zimbabue. Me encontré con ella de nuevo en junio del 2022, cuando ya había terminado sus estudios. Ella hacía un trabajo desvinculado de sus estudios porque no podía encontrar empleo. Se había casado y esperaba el nacimiento de su niña dentro de un mes.
El 23 de abril, tres semanas después de la Pascua y aproximadamente un mes y medio antes del Pentecostés, tanto la madre como la bebé habían fallecido por complicaciones durante el embarazo. Cuando supe la noticia, mi corazón se congeló y el cuerpo me dolía. Me sentí desconsolada y sumida en la oscuridad. Añoraba las palabras de consuelo de Jesús, “la paz sea contigo”, pero incluso la voz de Dios se silenció. Entonces cuestiono mi capacidad para plasmarme en esa escena en la que oigo al Espíritu Santo irrumpiendo en la habitación (en mi corazón), “semejante a una fuerte ráfaga de viento” y las “lenguas como de fuego”, cuando muy dentro de mí me siento abstraída y fría. Entonces recuerdo que la espiritualidad ignaciana se trata de encontrar a Dios en todo, incluso en momentos como este, cuando el Espíritu Santo está presente y renueva mi corazón y el Espíritu Santo de Jesús en mi interior. El mismo Jesús que en el Evangelio de San Juan se levanta en medio de los discípulos que están encerrados por “miedo a los judíos”.
Las emociones fuertes y negativas crean una atmósfera fría y oscura, como la de una tumba, y perpetúan la sensación de miedo implacable y de derrota. Sin embargo, Jesús, que habita en todas las cosas, está también presente en momentos de oscuridad y confusión, y dice “la paz sea contigo”. Al mismo tiempo, él me enseña las cicatrices en su mano y en su costado, los recordatorios de una batalla librada y ganada. Así como Jesús daba nueva vida a sus discípulos en Pentecostés, él también transmite su Espíritu Santo como un bálsamo que cura y que une al espíritu humano con la Santa Trinidad, con Dios.
Estas pérdidas recientes me han enseñado a valorar lo importante en la vida: el apego a Dios a través del Espíritu Santo que siempre está ahí, incluso cuando no soy consciente de su presencia llena de gracia. Por lo tanto, Dios sufre y se regocija conmigo, y también me recuerda de la paz y la calma que existe en el centro de la tormenta. Es desde ese centro que Dios me transmite palabras de paz y me envía en misión en un mundo que necesita sanación.
¡Ven, Espíritu Santo! ¡Ven, Creador!
Para leer otras reflexiones bíblicas publicadas por la Oficina de Asuntos Globales Maryknoll como de la misionera Claris Awareva, haga clic aquí.
Imagen destacada: Tafadzwa, sobrina de la Hermana Maryknoll Claris Zwareva, recoge agua de un pozo en Zimbabue. Esta joven mujer y su bebé fallecieron durante el parto a causa de complicaciones de embarazo. (Cortesía de Claris Zwareva/Zimbabue)